Una pareja de entrecasa
De sus múltiples frases famosas, a Alfred Hitchcock le gustaba repetir particularmente una.
“Copiarse a sí mismo es estilo”, les mascullaba a los periodistas o críticos que le marcaban ciertas semejanzas en sus realizaciones -las protagonistas rubias, los inocentes acusados de algo que no cometieron-. Después de su enorme éxito con Intriga internacional, el enorme director -en más de un sentido- quiso probar que podía volver a sentir esa adrenalina de los comienzos, de su juventud, cuando rodaba en estudios en su Inglaterra natal con su amada Alma, ahora su esposa, a su lado.
Hitchcock, contra todos los pronósticos, atacó Psicosis, una novela de Robert Bloch sobre un asesino serial, del que tomó sólo algunos elementos. Cuando Paramount no quiso poner un dólar, él y su esposa hipotecaron su mansión en Los Angeles para producirla. No imaginaban que iba a ser el mayor éxito de su carrera.
Y Hitchcock, la película, es la historia de cómo Psicosis (1960) acabó en lo que terminó -un clásico del cine de suspenso y terror, rodado en blanco y negro-, y si cuenta su génesis, su rodaje, también desnuda la relación entre el maestro del suspenso y su mujer, Alma Reville.
Un vínculo de entrecasa -en camas separadas- y laboral, con Alma en un segundo plano, pero que era su estrecha colaboradora -cuando no musa- en la elección del elenco, la escritura del guión, su ayudante en la mesa de edición...
Para quienes no estén al tanto de esa comunión, puede sorprender la inseguridad del realizador de Los pájaros, los celos que despertó en él la atención que su amada le dispensaba su amigo Whitfield Cook (Danny Huston), un guionista que sólo quería que Hitch le filmara un trabajo y que el panzón creía que mantenía un affaire con su mujer.
Uno de los logros del filme del debutante en el largo de ficción Sacha Gervasi radica en la elección del elenco, con un Anthony Hopkins metido hasta la médula en su interpretación, externa e interna. Ahí está Hitchcock, solo en el hall del cine, mientras la première de Psicosis hacía gritar a los espectadores en la escena de la ducha, marcando cada cuchillada como un director de orquesta. Y allí está Helen Mirren, soberbia como la abnegada pero díscola esposa, que supo estar al lado (y detrás) de su hombre.
Cómo se rodó la escena del asesinato de Marion (con una Scarlett Johansson que no, no se parece a Janet Leigh, pero que supo tomar su espíritu y sentido del humor), la elección de la música de Bernard Hermann, la entrevista a Anthony Perkins, los maniqueos manejos -y los sueños- del director con sus actrices, todo está en la película.
El guión es de John McLaughlin, que si ya supo desconcertar en El cisne negro con qué era real y qué sueño o pesadilla de su protagonista, aquí tiene un personaje rebosante de temores, dudas, vacilante e inseguro. Como para que la respuesta a ¿quién era Hitchcock? siga sin tener una respuesta.