Allen cada vez cree más en los deseos que en la conciencia
Woody Allen fue aquí más lejos que nunca con sus reflexiones sobre la muerte, la culpa, el castigo y el azar. Si en esa obra maestra que fue “Crímenes y pecados” planteaba aquello de que la conciencia y la culpa con el paso del tiempo dejan de molestar, aquí su cinismo y su escepticismo dan otro paso adelante. Matar no sólo no hace mal, sino, al contrario, hasta puede ser fuente de recuperación. Por lo menos esto le pasa a Abbe (Phoenix con su personaje de siempre, taciturno y disgustado) un prestigioso profesor de Filosofía que anda en la mala (su esposa se le fue con un amigo), un tipo descreído, amargo, quejoso, sin ganas de nada. Llega a una universidad del interior para hacerse cargo de una cátedra. Y aquí armará sin querer un triángulo amoroso. Pero sobre todo encontrará –el azar siempre decide- la posibilidad de llevar adelante un crimen perfecto para poder darle sentido a una vida vacía, sin proyectos, sin adrenalina, sin sexo ni entusiasmo. La violencia sin motivos, insinúa, puede ser una forma turbia de sacarse el tedio y recuperar ganas, dejando a un lado víctimas y dudas morales. Abbe, su alter ego, es un fracasado que desafía la teoría (“la filosofía es una masturbación mental”, le dice a sus alumnos). Y cree que el hombre de libros tiene que pasar a la acción y que los deseos deben realizarse.
Woody, gracias a su indudable talento para plantear en breves pincelazos el tema central y sus personajes, organiza un espacio dramático que empieza como una comedia algo romántica pero que se va convirtiendo en un thriller de buenos modales que no deja de interpelar a sus criaturas sobre el amor, la ética, los sueños, la culpa y el crimen. Allen cada vez cree menos. Ni el amor le basta a este desquiciado docente que encuentra por casualidad en la violencia la chance de ayudar a una extraña y de paso poder darle aventura y sentido a su vida. Es la muerte –dice Allen- lo que puede renacer esa vida rota. Y para explicarlo mejor deja que sus personajes hablen mucho, recurran a citas, relaten lo que les pasa. Es un largo texto explicativo que no tiene la profundidad ni la ironía de antes, pero que siempre interesa, a ratos cautiva y se sostiene. Aunque su formulación deje ver a un Allen cada vez menos arriesgado y menos intenso, como deseoso de terminar lo más pronto posible el rodaje.
Su relato siguen pivoteando por el mismo tono y las mismas preocupaciones: el escepticismo, la ironía, los amores cuestionados (otra vez un intelectual se acuesta con una chiquilina). A veces da la sensación de que Woody, como este desolado profesor, ha necesitado de grandes arrebatos y ha causado grandes males para poder ir renovando sus ganas de vivir, de amar y de filmar.