La ética del crimen, según Woody Allen
Desencantado, alcohólico y autodestructivo, el profesor Abe Lucas llega a una universidad para dictar un curso de verano de filosofía. Junto a Jill, estudiante con la que se involucra, escuchan una charla en un bar. Abe alumbra allí una idea capaz de cambiar su vida.
Hay tantos Woody Allen como películas filmó. O es el mismo con infinidad de cabezas, como una hidra inquieta e incisiva que mete la nariz en intelectos y emociones hasta diseccionarlos y exponerlos. El de “Hombre irracional” es el Woody Allen cínico y contradictorio, el caminante sin red sobre un hilo delgadísimo: el que sostiene castillos éticos. Abe Lucas, el protagonista brillantemente interpretado por Joaquin Phoenix, encuentra el sustento moral de un asesinato y lo defiende a capa y espada. Allen juega con fuego y podrá chamuscarse un poquito, pero nunca se quema.
No hay humor, ni siquiera chispazos de ironía, en “Hombre irracional”. El nihilismo de Abe Lucas contagia el tono de la película; hasta los tonos elegidos por el gran Dariusz Khondji para fotografiar el campus por el que pasean Lucas y Jill son apagados y melancólicos. Es un Allen introspectivo, para nada fresco, abusivo en el empleo y la inmediata fulminación del discurso filosófico -preferentemente del existencialista-. Atrapado y fascinado a la vez por el vacío que Abe Lucas decide llenar apelando al cianuro.
A los 80 años, Allen sigue escribiendo diálogos buenísimos, mechados con definiciones autoindulgentes y -por momentos- llamativamente pomposas. Esa disparidad en el guión campea a lo largo de la película. Por momentos se acelera, al acostumbrado ritmo de jazz, y de inmediato se ralentiza. La epifanía de Abe, la subtrama policial, el juego en el que se embarca para justificar su culpabilidad, conforman un edificio ético listo para desmoronarse al primer soplido.
Jill -impecable Emma Stone- es la voz de la alta burguesía bienpensante cuyo falso progresismo Allen viene pintando desde hace décadas. Pero la de Abe es una especie distinta y Allen, en una sentencia surcada por esa moralidad que tanto cuestiona desde su obra artística, dispone de él con el fulminante rayo de la conciencia.