Castigos y pecados.
Woody Allen es un caso particular dentro de la cinematografía estadounidense: se halla lejos de Hollywood pero sin embargo toma prestada a sus estrellas para que protagonicen películas que se distancian temáticamente de la urgencia de la industria. Joaquin Phoenix es el protagonista de Hombre Irracional, una película que tiene una clara frontera entre dos géneros bien delimitados. La primera parte presenta a Abe Lucas, un laureado profesor universitario de filosofía que atraviesa una crisis existencial. Allen no tarda en desenvainar el clásico juego de seducción entre profesor y alumna (Jill Pollard, interpretada por Emma Stone) cuasi cliché, aunque el autor logra distanciarse de esos lugares comunes y aplicarle un cierto encanto visual desde la fotografía del enorme Darius Khondji. No obstante, el tufillo del contexto de pequeña burguesía aparece desde el comienzo aunque como señal de alarma, las menciones a autores literarios, filósofos y músicos académicos no presentan la sustancia de otras películas de la filmografía del director, sino que parecen simplemente para adornar un espacio o una conversación entre personajes.
La segunda parte llega para confirmar que la primera simplemente sirve de apoyo teórico para probar una idea radical, nacida del azar y que involucra a Abe y a Jill, a partir de la escucha de una charla casual en un restaurant. En esta suerte de segundo acto tácito se despliegan más motivos del Allen oscuro, ese que con Crímenes y Pecados alcanzó su punto álgido, en la faceta de laboratorio científico de carácter social, interesado en probar con argumentos algunos conceptos sociológicos políticamente incorrectos. Es decir, aquellos que por alguna razón resultan más blasfemos por solicitarle a la filosofía que, como ciencia, realice al mundo un aporte práctico. Dicho aporte lo intenta de concretar este profesor, el cual reúne todas las cualidades del héroe alleniano: mujeriego, existencialista, amargado y -casi siempre- merodeador del suicidio. Lo que en principio aparenta ser un acto altruista, completamente desinteresado, se convierte en su salvación porque la consecuencia inmediata es la recuperación de una razón para vivir.
Bajo una capa de timidez, Allen se anima en una escena a jugar a ser Hitchcock en la elaboración de un montaje asfixiante pero que puede pasar desapercibido porque se halla desprendida del resto del tratamiento visual. En un par de escenas posteriores, Khondji -el genio detrás de la luminosidad del Allen europeo- abre el obturador de su cámara para dejar entrar todo el sol (la escena de las bicicletas), el cual funciona también como el nuevo amanecer del protagonista. Phoenix y Stone, en estas escenas post clímax se muestran en una suerte de dialéctica actoral digna de las mejores parejas con las que ha trabajado el director. Si bien Lucas tiene esos elementos característicos mencionados, la composición de Phoenix se mueve por el carril de la sobriedad y más cercana a una filiación con su propio registro, el cual no parece alterarse si está en una película de Paul Thomas Anderson o James Gray. Emma Stone, en cambio, es una suerte de todo terreno, sin importar el protagonista de turno. El trío lo completa la ex princesa indie Parker Posey, como una profesora también atraída por Abe.
Más allá de los aciertos, méritos y estrategias retóricas, Allen cae en la trampa de la misantropía al direccionar su historia hacia un final no solo predecible sino antipático pero cuyo problema no está en la teoría, precisamente, sino en la ejecución práctica de un cierre que no está a la altura con el famoso concepto del “crimen perfecto” que atraviesa toda la película.