La moral bien entendida empieza por casa
Otro guiño de Woody Allen: vuelve sobre sus obsesiones, como cuestionar la ética de su protagonista.
Hay cineastas que escriben a lo largo de su filmografía una sola película. Stanley Kubrick se preocupaba por narrar y describir -y podía saltar de un género a otro- sus obsesiones existenciales. Woody Allen también. Muchos de sus filmes se preocupan por precisar el sinsentido de la vida, y, en fin, el nihilismo que embebe sus producciones tiene otro mojón en Hombre irracional.
Su protagonista esta vez es un profesor de filosofía, lo cual no hace más que zanjar diferencias con otros personajes de Allen que suelen filosofar sin título habilitante. Abe Lucas -la elección de Joaquin Phoenix no pudo ser más acertada- llega a una universidad pueblerina y despierta allí tanta pasión como rechazo.
El hombre no está pasando por su mejor momento, como también le suele suceder a la mayoría de las creaturas de Allen. Abe lo dice muy claro: “No puedo escribir. No puedo respirar, no podía recordar las razones para vivir, y cuando lo hacía, no eran convincentes”.
Vuelta de tuerca mediante -aunque retorcida, porque la posición de Abe es distinta a la que desea Dostoievski en Crimen y castigo, libro de cabacera de Allen en más de una oportunidad a la hora de sentarse ante su máquina de escribir-, Abe encontrará la manera de “mejorar” su existencia interviniendo en la vida de un tercero. No ya la de Jill (Emma Stone), la estudiante que no queda muy en claro por qué se babea tanto ante el nuevo profesor, ni la de Rita (Parker Posey), una mujer que ansía salir de la abrumadora rutina de su vida marital. Abe cometerá un acto, para muchos aberrante, para él, sencillamente eficaz, y del que no renegará porque cree hacer lo correcto.
Acto irracional o no, lo que hace Abe provoca que la película pegue un giro de casi 180 grados. Y a partir de allí aparece el Allen que gusta a muchos, el que cuestiona la moral -y la suerte- de los personajes, el que intenta meterse al público en el bolsillo, porque crea un trío de cómplices. Sólo él, el protagonista y el espectador saben lo que Abe hizo.
Es una (su) manera de comprometernos, tomar posición. Molestarnos. No dejarnos la comedia servida.
Ya hemos dicho que la elección de Phoenix fue acertada. Da el personaje perfecto, entre alcohólico, romántico, que se cree superior, y capaz de hacer cualquier cosa... irracional.
Como en Match Point, donde un anillo decide la suerte, aquí hay otro elemento que interviene para poner las cosas, tal vez, en su lugar. Allen nos guiña otra vez. Con o sin citas filosóficas, vale la pena mirarlo.