Un crimen ferpecto
En la última de Woody Allen, el académico Abe Lucas (Joaquin Phoenix) se instala en Newport para dictar clases de filosofía en la universidad. Su facha y la fama de sus papers –nunca queda muy claro sobre qué tratan pero, a juzgar por los alumnos y profesores, tienen cierta originalidad– le alcanzan para agitar un poco el clima del campus.
Abe no se engancha con la popularidad que sembró en su estadía, sólo va de la casa al trabajo y viceversa. Disfunción eréctil, bloqueo creativo, vida social nula y alcoholismo son algunos de sus dramas de todos los días. No encuentra estímulos en su vida.
En un bar junto a Jill (Emma Stone), la alumna con quien pasa algunos ratos libres –por decirlo así, ya que de romance hay poco y nada–, escucha la conversación de los desconocidos de la mesa de al lado. Una mujer llora y cuenta cómo un tal Spangler, un juez corrupto, aparentemente, le quitará la tenencia de los hijos. Queda un poco perturbado con esta noticia y decide hacer algo que lo repare. Algo puede ocurrirle al juez. Esta circunstancia lo motiva y le devuelve una razón de existencia.
¿Es legítimo el asesinato si se comete con el fin de un bien mayor? Hay una frase, atribuida a la prosa de Dostoievski que reza así: “Si Dios no existe, todo está permitido”. En verdad, es una pregunta que le hacen a Aliosha, el seminarista de Los hermanos Karamazov: “¿Qué será de los hombres sin un Dios y sin vida inmortal? ¿Se permitirá todo? ¿Podrán hacer lo que quieran?”. El razonamiento, propio de la moral conservadora, tiene su contrapunto en una afirmación de Lacan, que invierte la máxima y pone boca arriba el edificio ideológico: “Si no hay un Dios, entonces todo está prohibido”.
Si se sigue en esta dirección, aunque más no sea para observar de cerca el comportamiento de un personaje, se puede ver un panorama más completo de las situaciones que pinta el director. Por ejemplo, Slavoj Žižek –otro rockstar de la academia, como Abe Lucas– entiende que Dios (o alguna idea elevada a esta categoría absoluta) es la razón por la cual todo puede ser permitido (el ejercicio de la violencia en contra de un enemigo que amenaza el orden). Su existencia permite justificar la transgresión, porque el encuentro con la causa sagrada trivializa los reparos respecto del asesinato y anestecia respecto del sufrimiento del otro.
Claro, el filósofo esloveno piensa en los genocidios, los fascismos, fundamentalismos religiosos y otros tipos de violencia de masas, pero salvando estas distancias, Abe pone en marcha una estrategia parecida para justificar sus actos. Lo hace en nombre de una supuesta Justicia que acomoda las cosas en el orden social. Por lo menos eso es lo que alude el protagonista. Pero en verdad es un liberal ateísta (un hedonista, como los llama Žižek) en busca del crimen perfecto. Abe no es Iván Karamazov, ni Aliosha, y mucho menos Raskólnikov, porque hasta ese terreno no llega su buena conciencia.
Se sabe que Woody Allen retrata con talento las inquietudes de su clase –no se le puede atribuir falta de coherencia, mucho menos en este caso–. Y no deja de ser un maestro de la narración, aunque Hombre irracional no tome un riesgo mayor y plantee muy por arriba algunos problemas éticos de larga data en la historia del pensamiento. Es una pena cómo resuelve del modo más “correcto” el destino de su personaje. Sin embargo, vale la pena ver cómo Allen acomoda las fichas para que tropiece con una linternita y en un gesto tan absurdo como irónico nos recuerde cuál es su arte. (“Somos simplemente parte de un todo mayor expuesto a distorsiones del destino”, en esto cree el ateísmo según Žižek).