Bernardo Talavera, más conocido por todos como Nardo, es el responsable del garage Alborada. Si bien tiene una habitación en un suburbio donde pasar el franco que le corresponde, prácticamente vive en su lugar de trabajo. Tiene un joven que lo ayuda (aunque parece estar bastante más interesado en su celular) y un supervisor que retira lo recaudado, pero es él quien se ocupa de todos y cada uno de los detalles del negocio.
Nardo es un obsesivo de su trabajo (que incluye barrer y manguerear el local, ganarse unos extras lavando autos o ayudando a vender un coche para quedarse con un 10%), pero además sueña (imágenes y sonidos imaginarios) con las características y funcionalidades de cada modelo.
El director de Joste y Línea de cuatro tuvo en este caso un punto de partida muy significativo: unos textos escritos y luego narrados por ese notable escritor que es Marcelo Cohen. El off es fundamental, el auténtico motor del relato y luego las imágenes de Nardo (interpretado por Manuel Vicente) acompañan a esa lectura. El resultado, sobre todo en la primera mitad, es convincente y por momentos incuso fascinante, aunque también es cierto que luego el esquema -que se mantiene durante los 79 minutos- empieza a desgastarse un poco, a desinflarse.
La propia película –producida por Televisión Abierta de Mariano Cohn y Gastón Duprat– hace explícita la ausencia de conflicto, de tensión, de nudo y desenlace. Son los pequeños detalles, las sutiles observaciones, los hechos aparentemente insignificantes los que van configurando la psicología torturada y reprimida del personaje. Hay un atisbo de romance, cierta reivindicación de la curiosidad del protagonista por adquirir nuevos conocimientos, pero Nardo es, en todo sentido, un antihéroe, un hombre gris algo frustrado y desencantado que vive en su propia burbuja (física, mental) y que termina perdiendo hasta la noción del tiempo.
La puesta en escena, cierto sentido coreográfico en la construcción de las imágenes del realizador y su DF Alejo Maglio, ayudan a sostener el interés que, de todas maneras, depende en buena medida de la ingeniosa, impiadosa prosa (y voz) de Marcelo Cohen.