“Oídos bien abiertos”
El cine argentino, el último al menos, no tiene tradiciones ni descendencias: a lo sumo hay autores con búsquedas propias y filmografías personales pero sin discípulos, mucho menos imitadores. No hay proyectos colectivos, tendencias ni escuelas (escuela en el sentido de movimiento unificado y no de espacio de formación). Si en los inicios del Nuevo Cine Argentino hubo diálogos y polémicas, como la del naturalismo de Trapero/Caetano vs. la estilización de Rejtman/Sapir, hoy solo queda un panorama diverso (y disperso) donde todo convive mezclado sin ruido ni fricciones. Una película como Hora – día – mes es una rareza. La opera prima de Diego Bliffeld realiza un gesto inédito: se identifica con un cine, el del dúo Cohn-Duprat, y se sirve de esa filiación de manera productiva; el director adopta un tono, una cierta forma de mirar y de hablar, de aproximación al mundo, pero se diferencia del proyecto de sus referentes. Si en el cine de Cohn-Duprat la distancia es el recurso predilecto que permite construir dispositivos de tortura algo malévolos con los que castigar a sus protagonistas (el ejemplo más acabado de esto seguramente sea Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, pero todo ya era visible en Yo, presidente y hasta en Televisión Abierta), Bliffeld usa la distancia para instaurar una extrañeza irreductible, un asombro que mana sin parar de la realidad fracturada de su protagonista.
Nardo tiene una vida gris y sin sobresaltos: en la semana trabaja todo el día en un estacionamiento y duerme en el lugar, y los viernes se va a la casa de un primo en la provincia. En los papeles, Nardo parece un personaje macizo, impenetrable, de esos que suelen poblar el cine y la literatura después de los 60: un ser del que el narrador sabe poco y nada y renuncia a tratar de explicar. Pero la tarea que la película se da a sí misma consiste en rodear al protagonista y analizarlo, describirlo, diseccionarlo en cortes infinitesimales, revelar sus movimientos más hondos. Los instrumentos para llevar a cabo esa exploración son los textos leídos desde el off por Marcelo Cohen. Cohen habla (escribe) y es como si el mundo se transformara: el estacionamiento, Nardo, los clientes, la espera, la calle, ese panorama más bien chato revela una riqueza material insospechada, una constelación de relaciones, deseos e ideas se dibuja ante nosotros con una claridad increíble. La voz tiene desde el comienzo un tono irónico que hace pensar que lo que vendrá será otro experimento narrativo a lo Querida…, pero a los pocos segundos queda claro que no, que Bliffeld se apropia del arsenal estilístico de Cohn-Duprat (que acá ofician de productores) con otros fines. Porque esto también es un experimento, pero uno carente de maldad: el director se propone extraer de Nardo y de sus actos rutinarios capa tras capa de espesor, exponer todo un hilo de pensamientos partiendo apenas un gesto imperceptible, de una mirada al vacío o del acto de chupar la bombilla de un mate. En vez de dejarlo fijado en ese lugar de tipo corto, replegado, sin grandes aspiraciones ni logros, los textos trabajan activamente para modelar un personaje distinto, un Nardo que reflexiona acerca del tiempo, que sopesa la información del mundo con los datos de su conciencia, que examina sus creencias menos para cuestionarlas que para asumirlas con convicción.
La prueba de que el discípulo se ubica a una distancia máxima de lo hecho por los maestros/productores se certifica en las escenas en las que se rompe con el registro visual más o menos naturalista y se traslada a la puesta en escena el punto de vista de Nardo, como si de golpe sus fantasías pasaran a estructurar la película. Por ejemplo, todas las veces que, sin ninguna excusa diegética, desfilan ante nosotros distintos autos y la voz en off, tomando a su cargo los gustos y los saberes de Nardo, los describe, los clasifica, los juzga, pone apodos; hace una poesía de las máquinas y de los motores y de su relación con los hombres. Estas escenas se vuelven cada vez más frecuentes, como si Bliffeld agarrara confianza sobre la marcha y se permitiera interrumpir la acción sin hacerse demasiado problema. Sucede que, en el fondo, como pasa con cualquier máquina eficaz, una vez dispuestos y calibrados sus instrumentos principales, la película está en condiciones de hacer cualquier cosa que le venga en gana: el contraste entre la parsimonia y economía pasional de Nardo con la prosa subyugante y recargada de Cohen genera una combustión perpetua que parece inagotable. Llega un momento en que ya no importa tanto qué ocurre en cada escena, el mecanismo impregna de interés por sí solo cualquier hecho; la película podría durar más tiempo sin que ese sistema estético agote su fuerza.
La voz de Cohen habla como si proviniera de otro planeta o de otro plano de la existencia y el efecto es impresionante: sus intervenciones abren grietas en la trama cotidiana de Nardo y hacen poesía con lo que encuentran, cualquier material puede volverse insumo de belleza, ya sea un accidente en la ruta, un recuerdo del padre o los prejuicios sobre internet. Una buena parte del placer sereno en el que la película sumerge disimuladamente al espectador tiene que ver con la importancia que se le otorga a las palabras. Si el cine argentino se sirve de los diálogos en general como un elemento informativo, necesario, a lo sumo como un indicador sociológico, Hora – día – mes reencuentra el gusto olvidado por exponer el grano de la voz, los cambios de tono, una acentuación sorpresiva, la alternancia de registros, la textura sonora de una palabra caída en desuso. No son tantos los directores en actividad que cuidan el habla y la vuelven objeto de sus exploraciones: está Matías Piñeiro, obviamente, además de los propios Cohn y Duprat, Campusano, Perrone, Martel, Rejtman, Llinás. ¿Hay más? Podrán no quedar proyectos colectivos, movimientos, tendencias ni grandes polémicas, pero Hora – día – mes viene a integrar una comunidad dispersa de películas hechas por directores que tratan de devolverle al cine argentino su capacidad de escucha.