Hora-Día-Mes cuenta la historia de Nardo, el encargado de un estacionamiento que durante el día se entrega a la más absoluta rutina y de noche, o en soledad, crea un universo en el cual él es amo y señor del lugar, los autos y el mundo en su totalidad. Un personaje que parece gris pero que en realidad encierra una riqueza de ideas y un afán de control y comprensión más allá de lo imaginable. El actor Manuel Vicente le da a Nardo el rostro y la actitud perfectos para el personaje.
La casualidad quiere la película tenga muchos puntos en común con El Botones (The Bellboy, 1960) la ópera prima del director (y también guionista, productor y actor) Jerry Lewis. En esa película un productor (guionado) aclaraba que la película no tenía historia ni conflicto, acá la voz en off nos dice lo mismo. En ambos films una serie de viñetas muestran la extraña y por momentos misteriosa relación que tiene el protagonista con el mundo cuando está solo, dominando su espacio de trabajo. El pequeño hombre transformado en gigante, controlando el mundo. Aunque El botones es abiertamente una comedia que busca entretener todo el tiempo y Hora-Día-Mes tiene humor más delicado, por momentos basado en el contraste entre imagen y voz en off, ambas disfrutan de generar a partir de la forma el sentido de la película. Hora-Día-Mes y El botones también parecer venir del árbol genealógico de Jacques Tati y más lejanamente de Buster Keaton. El héroe solitario, incomprendido, filmado por momentos de forma distanciada, en batalla con los objetos y los espacios. No es esteticismo, es aprovechamiento del lenguaje del cine.
Es significativo que a pesar de lo muy cinematográfica que es la película, Hora-Día-Mes tenga una conexión tan poderosa con la literatura. Claramente el texto de Marcelo Cohen y la voz en off son parte imprescindible de la película. El choque entre texto e imagen, la frialdad con la que esa voz expresa verdades enormes o trivialidades absolutas le otorga a la película la capa final de sentido a la vez que le otorga gran parte de su humor. En ese aspecto también se une a una línea del cine argentino alejada de los cánones habituales de nuestra cinematografía. Parecida a los primeros films de Mariano Llinás y a los largometrajes de Mariano Cohn y Gastón Duprat, personajes claves de un cine argentino inteligente y sofisticado, más preocupado por ideas transcendentes que por conflictos coyunturales.
El director Diego Bliffeld busca mantener el ritmo y el interés con resoluciones originales e inesperadas, aunque en definitiva todo transcurre dentro de esa gran única locación. Por momentos la película se ameseta y en otros se vuelve brillante y luminosa. Nunca es pretenciosa ni grandilocuente, pero tampoco busca regodearse en el minimalismo, al contrario, la película se llena de elementos, amenazando con volverse enciclopédica en el sentido más apasionante del término. Como si fuera un Diderot en película, Diego Bliffeld enumera cosas, la define y las explica. A veces con rigor científico, a veces con delirantes metáforas e interpretaciones acerca del aspecto de los autos. Literatura y cine vuelven a cruzarse en esos momentos fantásticos. Se fascina frente al mundo, no lo mira con el sobrado desdén del que se creé que puede dar cátedra, sino con los ojos del que sueña que algún día todo podría ser explicado y controlado. Nardo quisiera poder controlarlo, calificarlo, enumerarlo, pero esa es solo una ilusión que posee cuando está en soledad. Luego amanece, la magia se termina, y la rutina vuelve a comenzar. Quedará para mañana el retomar la aventura del conocimiento, el secreto control sobre todas las cosas que el protagonista tiene.