Una obviedad: el cine de catástrofe seguramente sea la forma expresiva más sofisticada que el hombre pudo fabricar para imaginar su propia destrucción, un dispositivo perfeccionado con el paso de los años capaz de producir variaciones espectaculares sobre el viejo tema del fin del mundo. Horizonte profundo se inscribe en lo mejor del género, no sin realizar algunos cambios. Si bien el cine de catástrofe es en general el terreno del hombre común empujado a una situación extrema, Peter Berg redobla la apuesta: su película es sobre hombres todavía más comunes, trabajadores que conforman una comunidad basada en tareas compartidas y en la camaradería laboral. Ante la crisis, esos hombres sin atributos reaccionan como pueden, la mayoría movidos por el pánico, mientras que algunos pocos algo más dueños de sí mismos recuerdan protocolos de emergencia y realizan mecánicamente actos de solidaridad. No hay heroísmos ni grandes sacrificios, solo el profesionalismo y la técnica midiéndose con un peligro que los desborda ampliamente.
La primera mitad de la película es extraordinaria. Como todo director atento a la materialidad de su universo, Berg dedica una gran cantidad de tiempo a exponer el funcionamiento de la plataforma petrolera, las tareas que allí se realizan, la cadena de mando que organiza las acciones, la tensión evidente entre los enviados de BP (la empresa que dirige la operación) y el jefe de la instalación y que dibujan rápidamente los contornos del eterno conflicto entre capataces ambiciosos y trabajadores explotados. La película presenta un mundo administrativo y científico fascinante que le habla a un público interesado en los detalles. En ese contexto, Berg economiza relato haciendo que Mike Williams (Mark Walhberg) recorra los distintos espacios de la plataforma y que interactúe con los operarios de cada área: la narración es veloz, se pone en movimiento enseguida igual que el protagonista. Horizonte profundo da muestras de la enorme inteligencia estética y emotiva de la que es capaz el cine de género: ese comienzo, por momentos casi documental, generoso en información, de voluntad casi didáctica, es también el retrato de un mundo laboral con sus esfuerzos, códigos y espacios comunes, la apropiación de una experiencia vital que el cine americano, salvo excepciones (como la de Tony Scott), suele perder de vista.
Ese primer momento resulta tan cautivante que el estallido de la crisis se siente todavía más disruptivo: somos expulsados brutalmente de una historia (y un mundo) en el que nos sentíamos a gusto y del que recién empezábamos a comprender su funcionamiento. Una serie de desperfectos y malas decisiones termina sembrando el caos y la plataforma se convierte en poco tiempo en una infernal trampa de metal retorcido. Por las entrañas de ese monstruo se arrastran Williams y sus compañeros buscando sobrevivientes casi a ciegas, menos por heroísmo que por una solidaridad instintiva, casi animal, que la película se cuida de no explicar o poner en diálogos. El pánico y la confusión generales se trasladan a la puesta en escena: la oscuridad de los pasillos reventados y el fuego que llena de a poco las instalaciones sobrecargan la imagen, dejan ver poco y lastiman los ojos llevando a las imágenes la situación desesperada de los personajes.
Como buen lector del género, Berg dedica una gran cantidad de planos a la plataforma desde afuera, devorada por el fuego y las explosiones, y logra un espectáculo sobrecogedor. Al final, cuando el grupo consigue llegar hasta un bote de rescate, la película alcanza su mejor momento: después de pasar lista y notar que faltan varios nombres, todos se arrodillan y rezan un padre nuestro; están abatidos, el conjunto de hombres doblados sobre el suelo representa apenas un despojo del grupo humano que fueron alguna vez. En el fondo del plano se ve la gigantesca bestia de hierro, envuelta en llamas y consumiéndose a sí misma que supo ser el espacio en el que vivieron y trabajaron. El escape no provee ninguna clase de calma o felicidad: el protagonista se reencuentra con su hija, pero el padre ahora se arrastra por el piso y llora, está lejos de ser el “domador de dinosaurios” del comienzo. No hay frases grandilocuentes ni discursos aleccionadores en los que encontrar cobijo, solo el registro de algunos momentos del juicio del caso de la explosión de Deepwater Horizon y el posterior derrame de petroleo, pero esa intromisión de lo real tampoco brinda ninguna clase de consuelo, ya que allí se informa que los empleados de BP, principales responsables de la tragedia, apelaron sus condenas y ganaron. Tal vez se trate de un gesto de adultez: la película no atempera su drama apelando a ningún artilugio narrativo, sino que presenta su desenlace al público, podría decirse, en crudo, sin facilitarle el asunto ni predigerirle nada, sin enmarcar los hechos con un sentido único, privilegiando eso que André Bazin llamaba (aunque refiriéndose a otra cosa) la ambigüedad de lo real.