Es probable que el lector no lo haya considerado nunca así (no está obligado a hacerlo) pero lo que hace del cine de Hollywood –no “de los Estados Unidos”– importante y central es que aprendió cómo inventar la realidad. Incluso cuando sus historias se basan en acontecimientos que forman parte de la historia, Hollywood los inventa para que, transformados en espectáculo, podamos comprenderlos mejor retenerlos en la memoria. Incluso cuando las películas son malas lo son porque “sale mal” este procedimiento y todo lo que debería parecer lógico y realista se transforma en lugar común. El artesano Peter Berg –que ha hecho un film genial como “Hancock” y uno horrible como “Batalla Naval”– comprende esto al pie de la letra y reproduce en forma de entretenimiento masivo el impresionante y desastroso derrame de petróleo en el Golfo de México en 2010. Pero Berg también sabe que el puro espectáculo del desastre no alcanza si no hay personas que se jueguen la vida en
ese lance peligroso. Lo mejor de la película –otra vez, pura tradición del mejor Hollywood– es lograr el equilibrio entre el gran espectáculo y el drama humano, y lograr que uno potencie al otro. El resultado es que comprendemos mucho mejor el drama y el desastre, y no lo olvidamos al salir del cine. Mark Wahlberg, un
tipo que comprende bien esta clase de juego (él, que juega a ser la estrella que sabe que no es) es la argamasa que integra ambas componentes.