Una película amable y diferente, a veces descompensada por su diseño de arte y su voluntad de transcurrir en un mundo indiscernible.
Gran comienzo, exposición de una tesis fetichista. La textura de las imágenes en súper 8 reenvía lo visto al pasado, irrecusablemente. Esa forma de color es memoria. Hortensia de niña juega con su padre, un taxidermista. Además, en esa imagen-recuerdo se introduce otro signo idiosincrásico: el calzado. Animales y zapatos, o la figura del padre y el lugar de los novios; he aquí las coordenadas simbólicas de la vida psíquica de Hortensia.
Ese preámbulo solamente sirve para referenciar el presente del filme: Hortensia es joven y trabaja en un local de ventas de objetos usados. No se lleva bien con el dueño y pronto se quedará sin trabajo. Pero eso es lo de menos: su padre ha muerto electrocutado. Deceso ridículo y tono general del filme: la heladera Siam fue la “asesina”, lo cómico sustituye a la tragedia.
De ahí en más el relato se circunscribirá a dos cosas: encontrar un novio rubio y confeccionar un zapato perfecto: signos de infancia, signos edípicos que siguen determinando la conducta de Hortensia. Dos operaciones que tienen un objetivo sin locución: olvidar la muerte del padre. Hay que decir que la palabra “objetivo” es aquí un organizador conceptual del filme, incluso cuando un objetivo no siempre responde a una necesidad. De lo que se trata aquí es de ver cómo filmar un duelo hasta despedirse del fantasma paterno, que merodea en los sueños de la protagonista. Hortensia podría resumirse así: seguimiento de un duelo en clave de absurdo y abstracción.
El mundo imaginado por Diego Lublinsky y Álvaro Urtizberea es amablemente psicótico. La realidad impura y desbordada que está antes de la ficción, el tiempo concreto y las marcas de lo social quedan suspendidos, pues un universo de diseño copa las escenas. Todo tiene un lugar específico y una función, incluso si es extravagante: lo sucio, la pulcritud, los objetos, los cuerpos. El espíritu obsesivo de la puesta en escena (primerísimos planos de objetos, encuadres enrarecidos, concepto cromático general) propone un mundo como diseño. Hasta los planos generales de un río rodeado de árboles lucen desnaturalizados. En el mejor de los casos, Hortensia remite al cine de Wes Anderson y Martin Rejtman, en el peor, al cine de Jean-Pierre Jeunet.
Es justamente la prepotencia del diseño lo que por momentos desdibuja a los personajes corriendo el riesgo de ser casi átomos nerds decorativos y en movimiento que se desplazan por una maqueta concebida por un demiurgo complacido por su arquitectura. En Anderson, el diseño suele ayudar a que lo excéntrico se desnude como una experiencia adaptativa propia de sujetos vulnerables; en Hortensia, el diseño no viene siempre a ponerse al servicio de un sentimiento identificado que los directores desean filmar; el diseño es por momentos su propio objetivo, la lógica autosuficiente del disponer los planos. Dicho de otro modo, no siempre se equilibra el antinaturalismo de las conductas y la organización del espacio enrarecido, y acaso humorísticamente enajenado, con un posible acercamiento al sentimiento predominante de la protagonista, en ocasiones desdibujado, el cual tiene estrictamente que ver con la aceptación de la muerte del padre.
Es por eso que cada aparición de Perroni, el simpático perro de Hortensia, desestabiliza el control de diseño, siendo él el responsable involuntario de que el pequeño azar que necesita toda película insufle de otro matiz el orden de todas las relaciones. Eso no impide reconocer el empeño de los realizadores por darle sustancia a un mundo paralelo en el que existen tanto la tristeza y la soledad como la pasión masculina por el lanzamiento de bala y los perros que tienen un sexto dedo.