En 2028, Los Ángeles es un infierno de injusticias y revueltas, escenario que podría recordar el decadentismo distópico de películas como Blade Runner o la reciente saga John Wick. Mucho de ese imaginario de la lúgubre ciencia ficción se amalgama con el pulso del policial de atracos en el robo a un banco a manos de los hermanos Waikiki y Honolulu (Sterling K. Brown y Brian Tyree Henry) que abre este film.
En ese mundo de urbes tumultuosas y morales difusas, un hotel art déco, convertido en secreto hospital y gobernado por una ajada enfermera, concentra los retazos de solidaridad del mundo criminal, regido por escurridizas corporaciones, atléticas killers y ladrones de pésimos modales.
Bajo la premisa de ese atractivo universo, el debutante Drew Pearce decide pisar el acelerador en una trama rocambolesca que combina guiños al noir con arranques esperpénticos de acción, viejas nostalgias del corazón con matanzas en clave gore.
No demasiado de todo ese hervidero funciona y el relato se diluye irremediablemente al no aprovechar la potencia de sus actores (el regreso de Jodie Foster como actriz luego de cinco años de ausencia, la siempre grata aparición de Jeff Goldblum) ni la efectividad de una narrativa que desperdicia los conflictos que instala (el misterio alrededor de la lapicera) y malogra tanto esperadas revelaciones como sugestivos encuentros.