Aunque no ha gozado del entusiasmo de la crítica especializada -como sí ocurrió con la mayoría de las producciones de Pixar, Illumination, Aardman o Laika-, esta saga de Sony Animation ha ido creciendo en el gusto de la gente. Tras la primera entrega de 2012, que convocó a 720.000 personas en los cines argentinos, en 2015 llegó la primera secuela, que sumó 1.355.000 espectadores. Esta tercera parte, dirigida al igual que las dos anteriores por el ruso Genndy Tartakovsky, tiene el desafío y la posibilidad de convocar aún más público porque es la primera de la franquicia en ser lanzada durante el siempre lucrativo receso invernal.
Tartakovsky -aquí también coguionista- es un fanático del humor físico (el clásico slapstick) y, en ese sentido, los pasajes que mejor funcionan en esta esquemática trama son los que remiten a los viejos y queridos Looney Tunes: la apuesta por el delirio y el absurdo, sin miedo alguno al ridículo.
Tras un prólogo ambientado a fines del siglo XIX con el mítico Van Helsing intentando (y fallando una y otra vez) cazar a diversos monstruos, la acción se traslada a la actualidad. Drácula (creación de Adam Sandler en la versión original, pero aquí doblada con la misma voz de Gru en Mi villano favorito) lleva 120 años de soledad, desde el fallecimiento de su esposa. Su vida transcurre entre el obsesivo cuidado de su hotel y la simbiótica relación con su hija Mavis, que ya tiene sus propios hijos. Abuelo, viudo y solitario, nuestro antihéroe es un alma en pena y, por eso, Mavis y sus amigos deciden sorprenderlo con un crucero que irá... desde el Triángulo de las Bermudas hasta la ciudad perdida de Atlántida.
A poco de iniciar el viaje en el gigantesco barco, Drácula quedará encandilado y luego enamorado de Ericka, la impulsiva capitana de la nave. Pero, claro, las apariencias engañan. La película tiene algunos guiños para los más grandes (como el homenaje a los Gremlins), unos cuantos personajes atractivos para los más pequeños (como un enorme perro que lanza litros de baba) y muchos, demasiados números musicales cuya razón de ser en varios casos parece ser exclusivamente la de alcanzar los 90 minutos "reglamentarios" de duración neta.
Cuando en un desafío entre canciones se usa el tema "Macarena" para combatir a unas melodías diabólicas, la sensación dedéjà vu resulta indisimulable. Pero, claro, mientras la saga continúe dando buenos dividendos, Hotel Transylvania, al igual que Drácula, se resistirá a morir.