Quizás no sepa el lector que Genndy Tartakovsky es uno de los más importantes creadores de animación desde mediados de los noventa. Inventó El laboratorio de Dexter y Samurai Jack, por ejemplo, y es de esos dibujantes que tienen un estilo bien reconocible. También, en complicidad con el siempre despreciado y siempre querible Adam Sandler, creó las películas de Hotel Transylvania, sobre las relaciones entre los monstruos (Sandler es un Drácula de corazón enorme) y los humanos. Esta tercera entrega no va a sorprender demasiado a quien vio las anteriores (porque, claro, vio las anteriores y son los mismos personajes) pero el director lo sabe, lo que lo lleva a ejercer ese humor vertiginoso y repentista hasta extreños virtuosos. Justamente, lo interesante de esta serie consiste en la conjunción de comedia familiar con el rapidísimo “todo es posible” que provee la animación. Y que las herramientas digitales no estén usadas en busca de hiperrealismo sino como una forma más de disponer de lo cómico en el espacio. Hay momentos de una precisión inusual en el movimiento de los personajes para lograr la broma, y si el cliché “se van todos de vacaciones en un barco” no es original, está explotado como si los autores lo supieran y decidieran reírse también de la falta de creatividad “narrativa” con la desbocada creatividad visual. Todo es absurdo y tierno, de esas películas que no buscan imponerse con prepotencia al espectador sino compartir con él lo que tiene de divertido ir al cine.