Un mundo misterioso. Para los que odiamos apasionadamente durante dos años La risa (película que marcaba el debut cinematográfico de Iván Fund), el nombre del director se nos vuelve ahora con la diligencia de un boomerang bajo cuyo efecto en la conciencia apenas alcanza a disimularse el tono acusatorio: mirando Hoy no tuve miedo espiamos retrospectivamente aquella primera película buscando rastros en la arena, pistas dispersas que hay que tratar de unir para que nos hablen, a ver si nos habíamos perdido de algo. ¿Qué cosas no supimos ver en ese verdadero tour de force técnico que constituía La risa, esa agotadora proeza en la que el cine parecía presentarse como un juego con obstáculos –la película transcurría prácticamente durante una hora y media adentro de un auto lleno de chicos borrachos que volvían del boliche a la madrugada–, donde lo que cuenta es desplegar toda la habilidad y la destreza de las que seamos capaces en los momentos adecuados? ¿No alcanzamos a advertir que el misterio y la ternura soterrada que cruzan Hoy no tuve miedo de punta a punta tenían allí sus antecedentes, acaso, en esos sorpresivos (y demasiado breves) planos abiertos en el paisaje frío, donde los personajes lucían extrañamente desvalidos incluso bajo el pertrecho de sus chanzas interminables y sus vulgares divertimentos cuerpo a cuerpo? ¿En la breve tristeza que asomaba al final, como si todo esfuerzo se revelara de golpe indigno, con una canción de Jimi Hendrix de fondo y la aprendida desmesura del día que sin miramientos se apresta a echárseles encima a los protagonistas?
En todo caso, y sin haber visto Los labios –la película que el director filmó inmediatamente después de La risa en coautoría con Santiago Loza– se trata de reconocer ahora, como una auténtica revelación, la capacidad de Fund para establecer, mientras se mantiene al margen de todo alarde, poderosas corrientes de emoción subterráneas y la presencia irrenunciable de los detalles como ejes oscilantes de su cine. En esta sorprendente nueva película que es Hoy no tuve miedo el director decide prescindir de una historia contada en sentido convencional, pero solo para sugerirnos, mediante el uso de retazos, una historia posible a la que el cine solo parece poder aspirar de modo fatalmente incompleto. Las dos extraordinarias hermanas de la primera parte de la película son sus caras más reconocibles pero, enseguida, el espectador se queda prendado también de otros personajes que aciertan a cruzarse con las chicas, a veces de manera lateral. La amiga que vuelve a la madrugada en moto a su casa, pone música y se desploma en la cama mientras, con un timing emocional perfecto, la canción de rock que se escucha de fondo sube de volumen e inunda la pantalla, por ejemplo. Fund parece disponer las escenas como si se tratara de fragmentos autónomos, cada uno con su propia cuota de emotividad, inteligencia y capacidad dramática, hilvanados por una fuerza invisible: la adolescente en cuyo vestido trabaja una de las hermanas protagonistas reaparece después en la fiesta –en la que el director trabaja con la luz y los movimientos de los personajes con una precisión sencillamente apabullante– , su rostro sucesivamente iluminado refleja capas de decepción, frustración y vergüenza, hasta que al final de la secuencia se la ve encuadrada de espaldas en la puerta del local, ya en el comienzo de un día gris, sola entre un montón de gente, abandonada como una muñeca rota.
En la segunda parte, mediante una superposición de realidad y ficción que se ha transformado en un procedimiento habitual del cine moderno, en el que cada uno de los términos se vuelve la contracara solidaria del otro, Fund recrea el rodaje de una película fantasma. Varios de los actores de la primera parte vuelven ahora, en distintos roles pero contribuyendo a crear un evidente lazo de identidad común: la fuerza luminosa de los intérpretes se repite en una desopilante sesión de tarot (en el que todo un equipo de filmación se somete al arbitrio del adivino del pueblo), en el encuentro con lugareños pasados de copas en un bar, o en una secuencia de baile que amaga replicar la anterior como en un perturbador juego de espejos.
De pronto descubrimos que Fund es un equilibrista de su arte, conmovedoramente persuadido del poder encantatorio de las imágenes, que están llamadas a crear su propia realidad y albergar sus particulares centros de energía al margen de las prácticas recurrentes que prescribe un guión estandarizado. Si en el primer segmento había que intentar reconstruir a partir de cabos sueltos la historia de las chicas y su padre, misteriosamente alejado de la casa familiar, perdido y encontrado (y cuyo estado de abandono se deduce a partir de una campera que una de las hermanas compra en una feria americana), ahora de lo que se trata es de asistir a los tiempos muertos de una filmación que parece operar como reverso de la otra parte. En primer lugar una película, después la filmación de una película, como si lo que el director hubiera querido hacer fuera mostrarnos un falso making of. Parte del evidente triunfo de Fund consiste en que eso no le impide desplegar por la superficie completa de Hoy no tuve miedo la misma clase de sentimiento de estupor frente a un núcleo de realidad que se muestra venturosamente esquivo y, en última instancia, inalcanzable.