Qué difícil es innovar sobre fórmulas probadas, climas transitados e historias conocidas. Y sin embargo, cuando se da la virtuosa conjunción entre un director talentoso y un elenco impecable, todo fluye, el contador vuelve a cero y se termina recostado en la butaca, con las manos entrecruzadas en la nuca y una sonrisa de disfrute. Hoy se arregla el mundo es un buen ejemplo de todo aquello.
David El Griego Samarás (Leonardo Sbaraglia) es un productor de televisión en caída libre. Luego de siete años de éxito sostenido con el programa Hoy se arregla el mundo (un talk show al estilo de El show del problema), el rating se opaca al igual que la confianza del canal en él.
Adicto al trabajo, a David nunca le interesó demasiado ni su expareja Silvina (Natalia Oreiro) ni su hijo Benito (Benjamín Otero). La trágica muerte de ella, y el descubrimiento de que en realidad no es el padre biológico de Benito transforman por completo su mundo.
Mientras ayuda al nene a desentrañar el misterio de su identidad visitando a todos aquellos hombres que pudieron haber tenido una relación con su madre, David se transforma en un personaje de su propia ficción; aun cuando, paradójicamente, ese camino juntos lo aleja de la fantasía que él se construyó para enfrentarlo con la realidad de sus propios sentimientos. Y aunque al principio se siente un ladero de Benito, con el correr de los días descubre que él también está perdido. “No pasa por si es verdad o es mentira, pasa por que te la creas”, dice el griego resignificado una metáfora afín a la televisión, pero también a la vida.
Con el ojo acostumbrado a sus composiciones más intensas y dramáticas, uno a veces se olvida del timing que tiene Sbaraglia para la comedia, un género en el que se lo ve menos de lo que se quisiera. Su composición de Samarás no cae en trazos gruesos ni estridencias. Es precisa, delicada y capaz de transitar con idéntica destreza una tensa discusión con su ex como una pelea a puño limpio contra un payaso mal llevado. Apenas algunas sutiles diferencias en los tonos, las miradas o el lenguaje corporal alcanzan para desandar los vaivenes del guion, siempre apostando a una construcción basada en la credibilidad, como espejo de lo que cada situación le devuelve.
El realizador Ariel Winograd insiste en trabajar con chicos, un arma de doble filo en cuestiones de ficción. Afortunadamente a él se le da muy bien, y en esta oportunidad vuelve a salir airoso con Benjamín Otero. Si bien el pequeño actor tiene la caradurez necesaria para hacer propias y naturales las réplicas más punzantes del guion, donde mejor se luce es en los silencios. Las miradas que cruzan padre e hijo, esos momentos que son solo de ellos dos se vuelven el punto más alto de la película.
Apuntalando con un personaje que tiene brillo propio está Charo López (homónima de la estrella española), comediante y actriz nacional que hace rato se merecía la oportunidad de demostrar en pantalla grande el enorme talento que tiene. A modo de participaciones especiales, Diego Peretti, Gerardo Romano, Yayo Guridi, Luis Gioia, Gabriel Corrado, Luis Luque, Soledad Silveyra, y la mismísima Oreiro visten la trama, convirtiéndose cada uno en pequeños motores que empujan el relato hacia su inevitable desenlace. Todos aportan, nadie está de más, algo que no siempre sucede y hay que agradecer.
Habrá también en las casi dos horas de duración algún que otro momento farragoso para el devenir de la historia (especialmente lo relacionado con la subtrama en torno al programa televisivo), que no necesariamente suma al relato. Por suerte son los menos, y no perjudican en exceso los muchos méritos de la película.
De Winograd se ha escrito mucho y no siempre bien, pero cierto juicio sobre sus decisiones estéticas a veces empañan lo buen realizador que es. Su precisión, un ritmo para la comedia que por acá pocos tienen, y esa lucidez a la hora de contar cada historia, lo colocan en un lugar de privilegio entre los artistas de su generación. A pesar de algunos traspiés, con cada nuevo proyecto el director se afirma más y mejor en un estilo afín al gran público, por momentos deudor de la comedia clásica del Hollywood pasado y presente, pero con aroma local.
La intención de Hoy se arregla el mundo es empatizar con el público apelado a la emoción. Y su mejor apuesta es hacerlo de a poco, construyendo un vínculo con el espectador que crece paulatinamente y en paralelo al que nace entre los protagonistas. Una decisión fundamental para que esa relación afectiva perdure en el tiempo.