Las películas de Pixar, antes y después de Disney, utilizan mejor que sus competidores múltiples recursos y capas narrativas para llevar adelante una historia. Gags simples para los más chicos, algún que otro doble sentido en busca de la complicidad adulta, y una esencia que articula el relato aun cuando no sea el foco de la trama ¿Qué es Los increíbles sino la historia de un matrimonio a punto de divorciarse? ¿O Toy Story con su metáfora sobre el paso del tiempo y la muerte? Todo está ahí, simplemente se trata de cómo acercarse a ellos. En la simpática travesura romántica que forma la cáscara de Elementos se entrecruzan grandes debates del presente como la problemática migrante, la discriminación, la evolución merced a la ruptura de mandatos culturales autoimpuestos, y la responsabilidad de los padres en la construcción de la identidad de sus hijos. En un marco de colores brillantes, un aura siempre al borde de la lágrima pero sin sensiblería, y momentos de auténtica poesía visual donde no hacen falta palabras. En Ciudad Elementos existen cuatro zonas: la del fuego, la del agua, la del aire y la de la tierra. Sus habitantes viven en armonía, aun cuando muchos tienen un evidente resquemor hacia la gente de fuego, por una combinación de miedo y desprecio a su esencia. La joven Ember (que en español significa “brasa”) sueña desde chica con hacerse cargo del polirrubro familiar. Sin embargo, llegada a la adolescencia debe enfrentar dos grandes retos: aprender a controlar su temperamento –que la lleva a provocar incendios en las que nada a su alrededor queda a salvo– y descubrir si seguir el camino de su progenitor al frente del local es parte de un deseo propio o una consecuencia del “deber ser”. En uno de estos enojos incendiarios, Ember rompe una tubería ubicada en el sótano del negocio. Este comienza a inundarse (algo que a priori no debiera pasar en el barrio del fuego, ya que el suministro fue cortado muchos años antes), y del líquido surge Wade, un simpático, despreocupado y extremadamente sensible “chico de agua” que la ayudará a resolver el misterio. A pesar de un nefasto primer encuentro, en el proceso conocerán a sus respectivas familias, se enamorarán y deberán luchar contra aquello de “los elementos nunca se mezclan”; es decir, contra sus propios prejuicios. La idea de integración por momentos recuerda a la premisa de Zootopia de Disney, un deslucido intento previo de transitar caminos parecidos. Sin grandes estrellas en el elenco de voces, ni una banda musical con vida propia -aun cuando la excelente “Steal The Show” de Lauv tiene todo para llevarse el próximo Oscar a mejor canción-, Elementos es un manifiesto por la tolerancia, que señala a las nuevas generaciones como responsables y artífices del cambio. Los mismos que, no importa la edad que tengan, disfrutarán de los múltiples niveles de encanto que ofrece la película. Ahora y en el futuro.
Una grieta descubierta en el Mar del Norte que pone en riesgo a una serie de plataformas petroleras, con la segura consecuencia de un derrame incontrolable. Tal es el punto de partida y llegada de Maremoto, una película que si bien se presenta como un exponente del cine catástrofe en realidad es un drama bastante lineal entreverado con un par de escenas espectaculares. Cuando Sofía (Kristine Kujath Thorp), una ingeniera en robótica experta en manejar equipamiento en el fondo del mar, descubre que su novio Stian (Henrik Bjelland) quedó atrapado en la base de una plataforma próxima a hundirse por el fenómeno natural del título, decide desafiar cualquier orden y consejo para llegar hasta él, incluso sabiendo que probablemente no esté con vida. De ese rescate, sus esperables giros dramáticos y no mucho más, se ocupa el film dirigido por John Andreas Andersen, que cuenta con un elenco que cumple especialmente en lo concerniente a suplir la falta de efectos digitales con caras de preocupación, corridas y gritos. Lo mismo pasa con la cámara, hábil a la hora de transmitir tensión y algo de claustrofobia en las escenas de rescate. Esta suma de ideas salvan por momentos al producto de ser “uno más”, pero no alcanzan para elevarlo a la categoría de “espectacular”. Tanto el prólogo como el epílogo le dan al conjunto una pátina de falso documental, como para concientizar sobre la fuerza de la naturaleza cuando se meten con ella, pero en rigor lo que hay en el medio es un entretenimiento estándar sin demasiado brillo ni sorpresa.
El relato comienza de manera prometedora, oscura, casi como un capítulo de La dimensión desconocida: un hombre que tiene un “depósito de objetos perdidos” recibe una valija encontrada en el fondo de un río, y dentro de ella, el cráneo de un bebé junto a ropa y otras pertenencias. Segundos antes, el film se había ocupado de mostrar el celo de Mario, el protagonista (Álvaro Morte, el profesor de La casa de papel), por encontrar a cada uno de los propietarios de los elementos que llegan a sus manos, como una manera de conocer y darle conclusión a cada una de las historias que los habitan. Habrá en esa obsesión un hecho del pasado que lo motiva, que se irá revelando conforme avanza la trama. O no. Porque si uno se detiene a pensar unos segundos podrá apartar de su mente el ropaje de policial negro que envuelve a una película como Objetos, y advertir el grueso sinsentido que brota de un guion más preocupado por el aspecto formal que por un contenido que lo sustente y lo lleve adelante. El oscuro pasado de Mario, las motivaciones de la madre de la beba (Eugenia China Suárez, en un papel que no le representa un reto actoral), una subtrama relacionada al tráfico de recién nacidos que tiene a Jujuy como epicentro y a Daniel Aráoz como cabecilla, todo se sostiene con hilos tan delgados como inverosímiles. Tampoco ayuda la pereza en la construcción de vínculos entre los personajes, que habría favorecido un mínimo de empatía, entre ellos y con el espectador. Los objetos no tienen alma si nadie se preocupa por darles un sentido de existir: algo parecido pasa con esta película.
Ni Humphrey Bogart, ni Robert Mitchum, ni James Caan. Philip Marlowe, el lacónico detective creado por Raymond Chandler resucitó con la prestancia y rostro de Liam Neeson para resolver un nuevo caso. Pero esta resurrección se parece más al de una película de zombies, con el personaje en descomposición y retazos del brillo que tuvo en las novelas o en anteriores adaptaciones cinematográficas. Este Marlowe arrastra los pies, es medio chueco, tiene muy pocas ganas de vivir; y lo que es peor, se las contagia al espectador. Sombras de un crimen tiene toda las características del género del policial negro, al que Marlowe suscribió tanto en sus intervenciones cinematográficas del pasado. La acción de Sombras de un crimen se desarrolla en Los Ángeles, a finales de la década del 30. Marlowe es contratado por la seductora y gélida heredera Claire Cavendish (Diane Kruger) para encontrar a su amante, que desapareció sin dejar rastro. Los primeros pasos de la investigación revelan que fue víctima de un accidente, aunque su cuerpo quedó irreconocible. A medida que el investigador comienza a sumergirse en el caso, aparece una historia que involucra al tráfico de drogas, a la mafia, y a deudas del pasado que ameritan un ajuste de cuentas. Nada nuevo, pero consistente con lo que el espectador espera de una producción de estas características. Sin embargo, el resultado es una película desangelada, apática, con nulos picos dramáticos y cuyos personajes son sombras que van y vienen sin demasiado entusiasmo. Neil Jordan, en su rol de artífice, se relaja en un planteo esquemático mientras pone el acento en una fotografía que -aunque por momentos distante a lo que nos tiene acostumbrados el género- está cuidada al detalle; lo mismo que la puesta en escena, donde no falta ni sobra nada. Pero los elogios terminan ahí, quizás con el plus de no perder tiempo a la hora de presentar el conflicto, que se plasma en los primeros minutos. Pero de ahí en adelante todo será cuesta abajo. Si falla la conducción es muy probable que el resto se desmorone, y en este film es lo que termina pasando con el elenco. Kruger hace lo imposible para cumplir con su rol de femme fatale pero no lo logra en ningún momento. Jessica Lange, como una estrella de cine en decadencia, aparece poco, pero es la que más entiende el porte de Marlene Dietrich que exigía su papel. Y Liam Neeson se podría decir que hace acto de presencia, sin imprimirle al protagonista mucho más peso específico que el que le dan sus casi dos metros de altura. Tal vez tenga algo que ver que la novela en la que se basa no fue escrita por Raymond Chandler sino por el irlandés John Banville (utilizando el seudónimo de Benjamin Black, como en la mayor parte de su aporte al género) quien, aunque diestro en lo suyo, no deja de ser un invitado al universo del popular detective. Y, por supuesto, las trabas del guionista William Monahan para sacarle jugo a esa materia prima. Está la mujer fatal, los mafiosos de turno, los sombreros de ala ancha, y el misterio con las necesarias vueltas de tuerca como para hacer avanzar la historia. El problema de esta adaptación radica en el tratamiento que se le da a todos esos elementos. Un legado que cambió el vibrante blanco y negro por un gris desteñido.
La primera señal de lo que está por venir son sus tres protagonistas. A una película que reúne a Mercedes Morán, Darío Grandinetti y Jorge Marrale hay que prestarle atención y tomársela muy en serio, mínimamente por respeto a una delantera que no solamente juega de memoria sino maravillosamente bien. Este “trío tan mentado” (en la ficción y en la vida real) es capaz de mejorar cualquier guion pero la pregunta es: ¿es necesario mejorar un guion como el de Empieza el baile? Juan Carlos Moreno (Darío Grandinetti) es un bailarín de tango que, luego de triunfar por los escenarios del mundo, hizo pie en España, donde se asentó y formó una familia. Un día recibe el llamado de su amigo y compañero Pichuquito (Jorge Marrale) con la noticia del suicidio de Margarita (Mercedes Morán) su compañera de baile y amor de juventud. Aturdido por la noticia, el hombre viaja a Buenos Aires para asistir al funeral. Sin embargo a poco de llegar se entera de que Margarita está viva, que fingió su muerte para obligarlo a volver y pedirle que la acompañe a Mendoza, donde vive el hijo que tuvieron, y del que Juan no sabía absolutamente nada. Pasada la sorpresa, el terceto emprende un viaje en una camioneta destartalada, con más optimismo que recursos, movidos por una amistad que todavía late en el interior de cada uno de ellos, incondicional y muy parecida al amor. Presentado el conflicto, el resto se desarrolla en clave de road movie por diferentes paisajes mendocinos y madrileños, sumado a una carga de melancolía tanguera concentrada sobre estos tres personajes que encuentran en el pasado la clave para seguir viviendo, y en el presente las razones para cerrar su historia con un último baile. La directora y guionista Marina Seresesky acompaña el ritmo crepuscular que propone la trama con un tempo acorde, que no desentona pero que al mismo tiempo mantiene la narración en una llanura exenta de picos de interés. Por supuesto que los personajes en su viaje tendrán todo tipo de contratiempos -desde banales a trágicos, pasando por algunos forzados o resueltos a las apuradas- pero ninguno moverá la aguja del relato, más allá de lo necesario para seguir adelante. En este aspecto hay una clara diferencia entre la riqueza de matices de la primera media hora, con lo que viene después, aun cuando en esta continuidad están las mayores sorpresas de la película. Sin embargo, incluso en sus momentos más planos Empieza el baile se destaca por la actuación del terceto protagónico. Imposible destacar un trabajo por sobre otro entre el cínico Moreno, la terca Margarita y el bonachón de Pichuquito, cada interacción entre ellos es un placer y una clase de actuación al mismo tiempo. Empieza el baile es una película tan tierna como amarga, no exenta de pinceladas de humor negro que colaboran a suavizar un poco su esencia taciturna. El frío de un último encuentro entre tres amigos, que buscan recuperar por un rato lo que fue una vida juntos. Y a la vez darse el tiempo para confesar lo que sienten el uno por el otro, en un recuerdo de pasadas alegrías, con ritmo y pena de bandoneón.
Hubo una época, allá lejos y hace tiempo, que en la mente de un niño El Zorro podía vencer a Batman y D’Artagnan, al menos en gustos a la hora de soñarse héroe. El romanticismo de la capa y la espada, hijo de la literatura primero y del cine luego, marcó a más de una generación. No había rayos láser que desintegraran al enemigo en segundos, sino la tensión de un duelo a muerte. Esa épica aventurera -explorada meticulosamente en la obra de Alejandro Dumas- es la que recoge el director francés Martin Bourboulon para rendirle tributo a una novela ícono de la cultura de su país. Como era de esperar el homenaje es a lo grande y, hasta por momentos, desproporcionado. Sobre la historia no hay nada que no se haya visto antes. D’Artagnan (François Civil) llega a París con la intención de convertirse en mosquetero. Luego de una pelea en la que es dado por muerto (que el director filma cámara en mano, en un largo travelling que marcará el tono de la acción de ahí en más), el muchacho queda en el medio de una conspiración contra el rey Luis XIII (Louis Garrel), perpetrada por el cardenal Richelieu (Eric Ruf) y Milady de Winter (Eva Green). El film se toma algunas licencias en relación al texto original, por ejemplo bajándole el tono a la tensión sexual que impera en el texto de Dumas, pero a grandes rasgos respeta sus puntos salientes. El accidentado primer encuentro de D’Artagnan con Athos (Vincent Cassel), Porthos (Pio Marmai) y Aramis (Romain Duris), el pasado trágico del primero, la transformación del protagonista de adolescente a hombre, conforme a la responsabilidad que le toca llevar; y por supuesto los combates, más brutales y menos estéticos que en versiones anteriores. Hasta el director se da el lujo de dejar la historia en puntos suspensivos… a la espera de una conclusión que llegará recién en el último trimestre de este año. Los tres mosqueteros: D’Artagnan aprovecha el millonario presupuesto que costó su realización, replicando fastuosamente la época en la que se desarrolla la historia (Francia en el siglo XVII), sumando un ritmo vertiginoso a los enfrentamientos cuerpo a cuerpo tan vistosos como repetitivos, y contando con un elenco impecable. Vincent Cassel le da a su Athos una dimensión que siempre estuvo en la novela, pero nunca en el cine. Mientras que la Milady de Winter de Eva Green podría tener un mayor lucimiento, aunque es probable que eso quede para la conclusión que, no por casualidad, lleva su nombre. Sin los brillos de muchas de sus antecesoras, esta nueva versión de Los tres mosqueteros es más oscura, trágica, sin por ello perder cierto espíritu lúdico que viene de la mano en una historia de estas características. Si es mejor o peor que otras será una cuestión de gustos, probablemente condicionados por retazos de una memoria emotiva, pero no quedan dudas de que este film es una de las adaptaciones más respetuosas que se han hecho sobre la obra de Dumas, un clásico de la literatura mundial que renace en tiempos de inteligencias artificiales, a estocada, acero y muerte.
Un padre negador, un hijo conflictuado y una madre detenida en el pasado. También hay una nueva esposa con bebe y un conflicto -nunca del todo especificado- que sacude el presente de todos. Con estos elementos, Florian Zeller (El padre) se mueve bastante esquemáticamente, mostrando un estado de situación que rebota entre la previsibilidad, los lugares comunes y alguna que otra trampa efectista. No hace falta decir aquí cómo termina la película para saber cómo termina la película. Peter (Hugh Jackman) recibe la visita desesperada de su exesposa (Laura Dern) en el hogar que comparte con su segunda mujer, Beth (Vanessa Kirby) y el bebe de ambos. La presencia no es para remover heridas del pasado sino un pedido de auxilio: ella ya no sabe qué hacer con el hijo adolescente de ambos, Nicholas (Zen McGrath), un pibe desanimado e introspectivo. Culposo por sentir que le soltó la mano en virtud de su nuevo esquema familiar, Peter se lo lleva a vivir con él para intentar recuperar el vínculo que los unía en el pasado. Lo que parece funcionar al principio termina siendo contraproducente para todos. El amor no siempre es más fuerte. A favor de la realidad que propone Zeller sobre las relaciones familiares, el planteo de El hijo es verosímil. No cuesta nada ponerse en el lugar de los padres de Nicolas, desesperados ante una situación límite de la que no saben cómo reaccionar. Tanto Jackman como Dern están a la altura del conflicto, demostrando que son mejores que muchos de los proyectos que aceptan. En contra cabe señalar el desarrollo y conclusión de la historia, con vaivenes más cercanos a la telenovela o, en el mejor de los casos, a un capítulo de La rosa de Guadalupe. Luego de El padre -que llegó a llevarse el Oscar al Guion Adaptado- muchos creyeron ver en el director un nombre a tener en cuenta. Lamentablemente, con El hijo demuestra que el juicio fue apresurado. A pesar de que hay unas pocas escenas de mucha potencia (lo que es de esperar considerando que Zeller es dramaturgo, y el guion es una adaptación de una de sus obras de teatro), no alcanzan para salvar una progresión visual rutinaria y sin matices, con personajes desdibujados y un conflicto que se enuncia, vuela bajo, amaga pero nunca llega a su pico dramático. El hijo es un esbozo incómodo sobre las relaciones familiares en el siglo XXI, con mejores intenciones que resultados.
Las películas de “un solo nombre” suelen ser un arma de doble filo. Porque si bien el responsable puede desarrollar todo su imaginario y así lograr exactamente lo que quiere, cuando la imaginación es de tiro corto ocurren despropósitos como el que nos ocupa. El italiano Francesco Picone se desdobló en productor, director, guionista, actor, y editor de esta película de terror, y fracasó en casi todos los aspectos. Y eso que se trata de la adaptación de un corto que el mismo director filmó en 2016. La historia de La maldición de la novia sigue a un matrimonio y su bebé recién nacido que se mudan a la casa del padre de ella, quien se suicidó poco tiempo antes. Al menos es lo que ellos creen, porque el espectador sabe gracias a la primera escena, que en realidad la muerte del hombre fue producto de un espíritu vengativo que deambula por el lugar, y que a partir de su llegada irá por ellos también. Es cierto, la historia no es un prodigio de originalidad, pero hay cosas peores. Como que hasta la mitad de la película no haya ni rastros ni explicación alguna sobre la novia del título. O que muchos diálogos sean filmados con los actores de espalda o fuera de cuadro. ¿Por qué? Probablemente porque al ser un film italiano pero hablado en inglés, parte del elenco no fuera muy ducho con el idioma, teniendo que ser doblado. No mostrar sus caras era una forma de disimular el recurso… que no funcionó. Posesiones, un exorcismo, algo de claustrofobia, un par de sustos y viajes fuera del plano astral. En otras palabras: una acumulación de ideas remanidas que mucho abarcan, pero poco aprietan.
A 25 años del estreno de la primera entrega de Ringu -la película que catapultó el terror japonés a nivel mundial- El aro 4: El despertar se empecina en destruir prolijamente todos los elementos de su mitología en pos de... ¿un renacer de la franquicia? Y algo de razón tuvieron sus responsables porque era eso o dejar descansar a Sadako (Samara en la adaptación norteamericana de la saga estrenada en la Argentina como La llamada) para siempre. Lo que tampoco habría estado nada mal. Ocho secuelas en Japón, adaptaciones en los Estados Unidos, Corea y China, un crossover con El grito (Ju On, la otra gran franquicia representativa del J-Horror), la verdad es que mucho más para decir no había. Por lo que el director Hisashi Kimura optó por hacer una película que es pura ironía hacia la franquicia, así como también hacia el género que impulsó. La película comienza con la noticia de una sucesión de muertes misteriosas sin motivo aparente. Mientras Ayaka Ichijo (Fuka Koshiba), una estudiante de coeficiente intelectual privilegiado elige buscar una respuesta científica, el brujo mediático Kenshin (Hiroyuki Ikeuchi) advierte de la maldición que conocemos desde hace 25 años. Y en estos dos carriles se desarrollará la historia, que aprovecha para burlarse de los tópicos del terror Made in Japan mientras traza analogías nada sutiles con la pandemia de Covid-19. Si se abraza el metamensaje, El aro 4: El despertar provoca alguna que otra sonrisa, no más que eso. A pesar de las presumiblemente buenas intenciones, el film de ostenta una pereza narrativa que roza la vergüenza ajena: Sadako apenas aparece, los siete días para morir se redujeron a 24 horas sin explicación, los condenados dan una vuelta carnero como último estertor, y buscando respuestas la protagonista hace una asociación libre entre la esencia mortal del video con el período de incubación de la viruela. Todo muy risible y nada tenebroso. La saga de Ringu nunca tuvo demasiado sentido, es cierto, pero con El aro 4: El despertar por primera vez lo acepta públicamente. Y se regodea en ello.
Atento a que no hubo recambio en el segmento “héroe de acción maduro” desde que Harrison Ford perdió la pelea contra su peor enemigo, la osteoporosis, hace un tiempo Gerard Butler decidió tomar la antorcha y recuperar aquellas viejas historias de acción inverosímiles pero disfrutables. En Alerta extrema, el irlandés es Brodie Torrance, un experto piloto capaz de ponerse al frente de una avión de pasajeros aun cuando los radares de clima muestran una terrible tormenta que puede poner en jaque a la aeronave. Si el exterior no pinta bien, el interior mucho menos: entre los pasajeros se encuentra un hombre condenado por homicidio que está siendo extraditado. Con semejante punto de partida, está de más decir que todo lo que puede salir mal, sale mal. Un rayo destruye los sistemas de navegación y comunicación, el criminal queda sin custodia, y un aterrizaje de emergencia deja a tripulación y pasajeros a su suerte en una isla repleta de terroristas, a los que Torrance enfrentará prácticamente solo porque, como bien dice en más de una ocasión: “Son mis pasajeros, o sea mi responsabilidad”. Todo muy lógico y probable. Sin embargo, en este sinsentido radica también la honestidad de la propuesta, que en ningún momento intenta mostrar algo que no es. No habrá conflicto, ni dudas existenciales, ni metáforas sobre el camino del héroe: se trata de sentarse y disfrutar de un vibrante despropósito muy logrado. Jean-François Richet se luce en las escenas de acción, filmadas prácticamente sin cortes (un mal habitual del cine contemporáneo), como también en la tensión que le imprime a las secuencias de catástrofe en el aire. Esto, sumado al carisma del protagonista da como resultante es un film parejo, sin picos que ovacionar pero tampoco momentos para bostezar.