A lo largo de la última década, y gracias a títulos como “Vino para Robar”, “Sin Hijos”, “Permitidos” y “Mamá se fue de Viaje”, el realizador Ariel Winograd ha sabido construir una sólida trayectoria, abordando el género de comedia como instrumento a reflexionar acerca de vínculos afectivos resquebrajados y relaciones familiares disfuncionales. El logrado film “El Robo del Siglo” (2020) había sido su última incursión en la gran pantalla, regresando dos años después con una propuesta que combina humor y drama en símiles proporciones, enmarcando una historia que nos habla acerca de la pérdida de la inocencia de un niño y el redescubrimiento personal de un padre. Leonardo Sbaraglia (el padre, un productor televisivo en plena crisis de mediana edad) es el centro convergente de un relato que se sostiene mediante la importancia de dos búsquedas emocionales en paralelo. Una es la de un cuarentón mirándose al espejo de su propia banalidad. Un incorregible con el cual, extrañamente, empatizamos. Es en su fragilidad que nos vemos reflejados, construyendo así su relación directa con un espectador al que interpela. Winograd nos coloca bajo su piel. La pregunta del millón busca contestar que haríamos en su lugar. Es su imperfección la que contemplamos, inspeccionando en sus miserias y hurgando en el vacío de sus solitarias horas nocturnas, encontraremos un corazón partido en mil pedazos, preguntándose como llegó hasta allí y cuál es el propósito de asomarse al propio abismo. Sumido en la vorágine de un reality show televisivo en horas pico de decreciente rating, distraído entre recetas de sushi, superficies de estrellato impostado, dudosas terapias de rehabilitación, ropa de etiqueta en canje y aventuras amorosas de nulo compromiso. Toda moda es pasajera, acaso estímulos que lo distraen de lo que verdaderamente importa, adormeciendo de modo exponencial su capacidad de sentir. Y su vida sigue, así…así…
La otra búsqueda que emprende, como una propia metaficción de su ‘otra vida’, tiene que ver también con su identidad, en tanto y en cuanto a su deber de padre. Un cable a tierra, una brújula desorientada en su sentido, un llamado a despertar, antes tarde que nunca. Un trágico instante, un antes y un después en su vida y en la de su hijo, lo llevará a ejercitar un noble examen de conciencia, sin embargo, y a fines de no caer en spoilers, será conveniente no adelantar el suceso que posibilita dicho quiebre. Solo se dirá que el excepcional Benjamín Otero se convertirá en el eje del relato. El novel actor compone al hijo de Leo en la ficción, mediante un notable retrato, que transmite el asombro, la curiosidad, la sensibilidad, la frescura, el dolor, el desencanto, la sabiduría y la esperanza de este niño surfeando una ola gigantesca de emociones. Mucha más adversidad que la apertura al mundo que su infancia debería regalarle en caricias, refugios y contención. Tampoco contará con amigables payasos, al fin toda ilusión acaba por romperse. Benito es un niño reconstruyendo la figura de su madre desde la ausencia. Es aquel retrato que se atesora, esa hazaña improbable que rescata una cinta de video, captada por el orgullo de mamá. Todo está guardado la memoria.
Un elenco estelar rodea al siempre inmenso Sbaraglia, en compañía del pequeño gigante Otero. Varios intérpretes habituales en la filmografía de Winograd nos regalan escenas deliciosas, conformando una variopinta galería de personajes, a los que dan vida actores de la talla de Diego Peretti, Luis Luque, Gerardo Romano, Gabriel Corrado y Natalia Oreiro. Finalmente, “Hoy se arregla el mundo” nos regala uno de los finales más emotivos que el cine nacional reciente recuerde, enmarcando en una gloriosa escena entre El Griego y su hijo, el sentido cabal de una película acerca de encrucijadas, pesquisas e imprevistos dispuestos a ser sorteados con tal poner a pruebas el propio verosímil. No hubo golpe bajo para la lágrima soltada. A fin de cuentas, lo real termina siendo aquello en lo que decidimos creer sin renunciar.