UN MUNDO DIFÍCIL DE ARREGLAR
Una confesión: tengo una debilidad por las historias de padres e hijos, y estaba dispuesto a dejarme atravesar por esta película. Incluso, a ser chantajeado con algunas emociones prefabricadas, de esas que, en el mejor de los casos, se sostienen por un piano y la colaboración empática del espectador. Con ese espíritu colaborativo me senté a ver Hoy se arregla el mundo, la última película de Ariel Winograd, y si somos sinceros, no hacía falta predisponerse tanto. O sí: considerando que es uno de los pocos (si no el único) director mainstream con pulso para la comedia, que entiende la importancia de los personajes y que sabe imbricar lo cómico dentro de la narración, uno podría predisponerse a cierto nivel de calidad cuando se apagan las luces de la sala. Aun así, y quizás por una desconfianza que aparecía como un embrujo, me propuse ponerle onda, y puedo jurar que lo intenté. Pero las cosas nunca salen como uno prevé.
Al principio todo parece medio disperso, con el Griego (Leonardo Sbaraglia), un productor de televisión que vivió épocas mejores, moviéndose entre las escenas sin llegar a conectar del todo. Los eventos se suceden sin mucha gracia, rutinarios, apelando a una emocionalidad que no puede simplemente estar ahí, porque sí (sabemos que requiere de una construcción), y esforzándose por encontrar el chiste, pero haciendo un esfuerzo que se nota demasiado. Esto último es llamativo: salvo en algunas excepciones, el humor aparece explícito, pero no funcional; uno entiende cuál debería ser la gracia, o por qué quien lo escribió pensó que era gracioso, pero todo se queda en el intento. Y sí, es posible pensar que la propuesta -una “comedia dramática”- no tiene la necesidad de invitar a la carcajada constante, pero es la propia película la que lo propone; lo que sucede es que, simplemente, no es muy graciosa.
Luego de esa primera parte un poco aletargada, Hoy se arregla el mundo encuentra su mejor forma cuando se lanza tras su premisa: después de enterarse de que Benito (Benjamín Otero) no es su hijo biológico, el Griego acepta el pedido del niño y juntos empiezan la búsqueda del verdadero padre. La química entre los dos actores no es inmediata, y a la relación tirante entre los personajes le cuesta encontrar el tono adecuado para fluir, lo que tal vez tenga más que ver con el guion que con la labor de los intérpretes. A pesar de eso, la investigación sobre los posibles padres tiene cierto atractivo, ligado a la exploración de la vida de Silvina, la mamá de Benito (Natalia Oreiro); una vida que el Griego desconoce porque su relación con ella fue algo casual, y porque durante los años que siguieron fue un padre por compromiso, sin involucrarse demasiado. A medida que la búsqueda avanza, sucede lo esperable: el Griego se da cuenta de que sí quiere ser ese papá que Benito pide a los gritos, pero la vida lo encuentra en su peor momento laboral (y personal), con el programa que produce agotado y al borde de la cancelación.
Retomamos lo que dijimos antes: en varios momentos, la película se empantana porque, en lugar de construir las emociones para luego darles cauce, apela a que esas emociones existan de antemano. Es decir: tenemos a Sbaraglia, un actor querido y respetado, y le ponemos al lado a un nene que busca a su papá. Por prepotencia o por arte de magia, eso ya debería bastar para emocionarnos. Pero no, porque (ya lo dijimos) lo emotivo y lo humorístico, y la combinación maravillosa que puede resultar de ambos, requiere de un trabajo de guion, de puesta en escena y de interpretación en sintonía por un bien mayor: que la película tenga vida, que respire e interpele desde la experiencia auténtica de sus personajes, y que no sea una simple sumatoria de factores y de caras conocidas.
Algunas de esas caras, que pasan por acá completamente desaprovechadas (como es el caso de Martín Piroyansky, Santiago Korovsky y Charo López, entre otros), nos recuerdan que actualmente lo mejor de la comedia nacional no pasa por el mainstream, y hasta podríamos decir por el cine. Los mejores comediantes se mueven por Internet, creando contenido para YouTube, o (los que tienen más suerte, y sí, más talento, como Piroyansky) para plataformas de streaming. El humor que propone Hoy se arregla el mundo a veces amaga con ir para ese lado, pero queda preso de formas anticuadas, y de una mirada demasiado obvia como para problematizar aquello sobre lo que se posa (como sucede con todo lo que rodea al programa de televisión que produce el Griego).
Al igual que en El robo del siglo, su película anterior, Winograd consigue que todo luzca visualmente prolijo, sin vicios televisivos (un mal de la comedia argentina que llega a los cines), pero lejos está de su mejor forma. Lo que en definitiva mantiene la dignidad, y funciona como el corazón de la película, es Leonardo Sbaraglia. Un actor experimentado y maravilloso que, hacia el final y con apenas unos gestos, es capaz de estrujarnos el pecho, aunque el viaje previo no se merezca las lágrimas posibles.