Un policial negro y una experiencia de cine a la vieja usanza
Combinando misterio, muertes y corrupción, la de Edward Norton es una película inteligente y atrapante, un tipo de cine que es cada vez más difícil de encontrar
Lionel Essrog (Edward Norton) es un solitario detective privado que padece el síndrome de Tourette. Tras la muerte de su mejor amigo y mentor, Frank Mina (Bruce Willis), decide averiguar quién está detrás de su crimen. Con unas pocas pistas y la fuerza de su mente obsesiva, deberá enfrentarse a matones, a la corrupción y al hombre más peligroso de la ciudad para honrar a su amigo.
En la línea del cine policial negro más puro, Norton dirige y protagoniza esta historia que cuenta con todos los clichés del género y funciona como un homenaje a grandes clásicos, como Chinatown. De hecho, la novela original en la que se basa el filme transcurre en los noventa, pero él decide llevar la trama a los cincuenta para agudizar la experiencia noir.
Como protagonista, se muestra tan solvente y creíble al igual que en casi todos sus trabajos. Su performance es sutil, nunca cae en la exageración a pesar de moverse en un cuerpo que sufre una patología caracterizada por múltiples tics físicos y vocales, asociada con la exclamación de palabras obscenas y comentarios socialmente inapropiados. Se nota claramente el amor del intérprete por su personaje, y los espectadores empatizarán con él rápidamente.
El resto del elenco (un dream team actoral) funciona como un reloj con pequeñas, pero contundentes apariciones. Se destaca Alec Baldwin como el villano de turno, un hombre sin escrúpulos e impune, inspirado en el polémico Robert Moses, un corrupto funcionario neoyorquino de los cincuenta.
La fotografía del filme no abusa de la utilización de sombras, pero igualmente recrea climas y atmósferas ligadas al género, utilizando una paleta de colores fríos que profundizan el tono melancólico general del metraje. La reconstrucción de época es soberbia, sin grandilocuencias (se nota que es una producción pequeña, intimista). Todos los detalles están cuidados, desde los escenarios, pasando por el vestuario hasta los objetos personales y la música sublime de Daniel Pemberton que envuelve toda la historia.
El metraje, aunque un tanto extenso, resulta llevadero, gracias a un guión bien construido en el que como toda buena historia de misterios y detectives aparecen pistas falsas, sospechosos, femme fatales y, por supuesto, giros inesperados.
Huérfanos de Brooklyn es un largometraje que necesita de espectadores concentrados y abiertos a vivir una experiencia de cine a la antigua usanza, una ceremonia fílmica en la que el público pueda desconectar y adentrarse en un universo sin efectos ni explosiones, simplemente personajes y sus conflictos. No es poca cosa.