"Huérfanos de Brooklyn": negro que te quiero negro
Con la colaboración de Bruce Willis y Willem Dafoe, el actor y director cuenta una historia de detectives privados y corrupción política en los años '50.
Edward Norton no se anda con chiquitas. A casi veinte años de su debut en la realización de largometrajes con la comedia romántica Divinas tentaciones, el actor de La verdad desnuda, El club de la pelea y La hora 25 vuelve a sentarse en la silla plegable para timonear los destinos de esta ambiciosa, por momentos confusa, siempre desmesurada adaptación de la reputada novela noir homónima escrita por Jonathan Lethem y publicada en los Estados Unidos en 1999. Con indudables ecos de Barrio chino, la obra de Martin Scorsese en general y el universo sórdido y descastado del escritor Dennis Lehane, Huérfanos de Brooklyn nunca esconde su pertenencia al largo linaje de policiales de gánsteres de Hollywood. No por nada Norton traslada la acción de fines del milenio pasado –cuando transcurría la novela– a la década de 1950, periodo de esplendor de ese cine. Como en buena parte de esas películas, se trata de un mundo habitado por funcionarios públicos que operan al borde de la ley, cuando no directamente del otro lado, contra los que luchará un solitario y bastante conflictuado protagonista, todo a raíz de una causa personal que rápidamente se convertirá en otra cosa.
Así como el Guasón de Joaquin Phoenix exteriorizaba su anomalía mental con ataques de risa en los momentos menos oportunos, el Lionel de Norton manifiesta el Síndrome de Tourette con una andanada de tics físicos y una lengua descontrolada, capaz de decir cualquier cosa en cualquier lugar y ante cualquiera. Cosas en mucho casos graciosas, lo que rompe con el tono seriote y circunspecto de la película. Pero Huérfanos…. no utiliza esa enfermedad como disparador de un fresco social, ni tampoco apunta sus dardos venenosos contra el sistema. El Síndrome de Tourette funciona como elemento fundante de su marginalidad, de las miradas de reojo del entorno y, sobre todo, de la protección de Frank Minna (Bruce Willis), el alma mater de una agencia de detectives para la que Lionel presta servicio. Porque aunque todos lo traten de freak o loco, el muchacho tiene una memoria fotográfica que lo vuelve una pieza clave para el negocio.
Durante un operativo del que ni Lionel ni sus compañeros saben demasiado, su jefe termina herido de muerte luego de un tiroteo con un grupo de matones que responden a….bueno, eso es lo que deberá averiguar Lionel. Una tarea nada sencilla en un contexto donde las demoliciones de barrios pobres para construir puentes y autopistas abren un abanico de negociados de todo tipo y color para el poderoso funcionario Moses Randolph (Alec Baldwin), cuyos tentáculos de poder llegan bien cerca de Lionel. La muerte, entonces, como la punta de un largo ovillo de corrupción, aprietes y chanchullos del que Norton (director y personaje) tirará durante las casi dos horas y media de metraje, coqueteando por momentos con el cine de denuncia y abriendo en el medio diversas subtramas que no siempre llegan a buen puerto. Como aquélla historia de amor con una activista afroamericana, puntapié para una excursión del film por la escena jazzística neoyorquina que el director se permite más por placer musical que por necesidades dramáticas.