Hace muchos años que Edward Norton quiere hacer esta película. 20, para ser exactos, desde que leyó la novela homónima de Jonathan Lethem, en 1999. Y ahora que lo logró, hay que admitir que realmente puso manos a la obra. No solo interpreta el rol principal, un detective privado con síndrome de Tourette. También es el guionista, director y productor. El resultado es muy digno, aunque también demasiado correcto. Sobra capacidad detrás y delante de la cámara; falta magia y originalidad.
La película arranca en los años 50, en Nueva York. Frank Minna (Bruce Willis) lidera una agencia de detectives privados, y sus empleados son todos hombres que él mismo, décadas atrás, rescató de un orfanato. Entre ellos, se encuentra Lionel Essrog (Norton), nuestro héroe. Por obvios motivos, existe un vínculo casi paternal entre Frank y su equipo. Y por eso, cuando Frank es asesinado, Lionel no solo pierde a un jefe sino además a un padre. Su búsqueda de los culpables lo llevará a descubrir una red de crimen, corrupción y racismo institucionalizado que trepa hasta las altas cúpulas de la sociedad neoyorquina.
Curiosamente, la novela de Lethem no era de época; la trama ocurría en un contexto contemporáneo, en los 90s. Y sus guiños al film noir, por lo tanto, tenían un aire postmoderno. Norton, al trasplantar la trama a los 50s —la década más identificada con el noir—, vuelve literal y transparente una referencia implícita en el texto. Y al hacerlo, no puede evitar reproducir los clichés y la iconografía del género. Hay fedoras y gabardinas. Hay noches largas en la ciudad. Hay humo y música en los bares, y se escucha un maullido de jazz en cada callejón. Y hay delincuencia desde los bajos fondos hasta el palacio municipal.
Esta obsesión por homenajear los clásicos vuelve un poco estéril a Huérfanos de Brooklyn, que nunca marca su propio terreno en el noir, nunca arriesga una estética distintiva. (Pienso, por ejemplo, en cómo Chinatown reconstruyó el noir bajo el sol californiano; o en cómo Blade Runner y Alphaville lo mezclaron —de distintas formas— con la ciencia ficción, tanto a nivel visual como temático). De todos modos, hay mucho para admirar en Huérfanos de Brooklyn. Su representación de los 50s trasciende lo decorativo. Le da espacio a una dimensión política e ideológica, y explora nada menos que los orígenes de la gentrificación moderna.
El villano de la trama no es un matón o mafioso cualquiera. Randolph Moses (Alec Baldwin) está al frente de varias empresas públicas relacionadas con la construcción de parques, rutas y puentes, y ostenta un inmenso poder desde las sombras de la burocracia municipal. (Si bien es un personaje ficticio, está inspirado en el verdadero Robert Moses, conocido como el “constructor maestro”, quien fue para Nueva York lo que el Barón Haussmann fue para el París del siglo XIX). No necesitó ser votado por sus conciudadanos; recibe sus cargos directamente del alcalde de turno. Y sus decisiones afectan el tejido urbano, especialmente en los barrios obreros y marginales.
Moses es más que un simple ambicioso en busca de dinero. Es un verdadero idealista de derecha. Quiere un país de la acción, no de la reflexión; un país resolutivo, industrioso y —aunque no lo admita abiertamente— blanco. El dinero es solo una herramienta para conseguir sus propósitos y acumular poder. Baldwin está a la altura de su personaje y en ningún momento lo caricaturiza.
Del otro lado de la brecha ideológica están Lionel Essrog y Laura Rose (Gugu Mbatha-Raw), una activista afroamericana luchando contra la gentrificación promovida por Moses. Laura, para Lionel, es una de las claves para desentrañar el asesinato de Frank, y por eso empieza a investigarla. La relación entre ellos no tarda en volverse más personal. Y si bien no inauguran un romance, entablan una profunda amistad (con o sin beneficios, no queda claro).
Norton, al interpretar a Lionel, camina sobre una cuerda floja. Su imitación de los tics de alguien con síndrome de Tourette está al borde de la parodia o la burla. Si nunca cae en eso, es porque Norton y su película claramente respetan a Lionel. Es nuestra ventana al mundo de la ficción, el personaje con quien nos identificamos. Y su discapacidad no es una característica excluyente; es una más, como también lo son su inteligencia, su memoria, su astucia y su instinto. Es verdad que, por momentos, su discapacidad funciona como comic relief, lo cual es desafortunado. Pero a la vez es gratificante ver cómo Norton reinventa el arquetipo del detective privado, cómo se apropia de un personaje tradicionalmente recio y distante, que cuida sus palabras, y lo transforma en alguien más vulnerable, cálido y humano.
Huérfanos de Brooklyn dura 144 minutos y se la ha criticado por esto. En lo personal, considero que sus dos horas y media están justificadas. No noté excesos narrativos. Simplemente hay mucho para contar: sobre Lionel y su lealtad por Frank; sobre Laura y su lucha por preservar la comunidad que la vio crecer; sobre Nueva York y las víctimas del progreso. Y todo esto que cuenta, lo cuenta bien.
Lo que se le reprocha a Huérfanos de Brooklyn es que es apenas buena, incluso muy buena, cuando podría haber sido excelente. Creo que Norton, en su afán por llevar adelante el proyecto, fue más como Moses que como Lionel. Desempeñó demasiadas funciones, cuando debería haber delegado. El cine no es solo guión y actuación; es también imagen, sonido, atmósfera, montaje. Y todos estos aspectos, en Huérfanos de Brooklyn, son solo funcionales. La cámara ofrece cobertura: vemos la ambientación, la calle, la oficina; seguimos y entendemos la acción. Lo que no capta la cámara es poesía. Y justamente el noir es de los géneros más poéticos, donde todo depende de un haz de luz que recorta una sombra, y de los rostros que aparecen o desaparecen en el medio.