19 años después de Divinas tentaciones (2000), su ópera prima, el actor Edward Norton vuelve a la dirección con Huérfanos de Brooklyn, en la que también actúa y se encarga del guion, basado en una novela de Jonathan Lethem. Si bien es un filme poco arriesgado, Norton logra ambientar bastante bien la Nueva York de la década de 1950, sumida todavía en la depresión dejada por el crac del '29.
Sin embargo, la cuidada ambientación de una época no basta para que una película sea buena. El filme se diluye en momentos que no hacen más que delatar la falta de tacto del actor en la dirección, ya que quiere explayarse sin darse cuenta de que, al hacerlo, le resta ese pragmatismo tan característico del cine norteamericano y de sus grandes directores.
La película sufre la planicie estereotipada de alguien que no se anima a tomar riesgos ni ir a fondo. Todo está técnicamente prolijo, desde la puesta en escena hasta las actuaciones. Y es justamente este exceso de profesionalismo, más la pulcritud de la fotografía, lo que atenta contra la suciedad opresiva de ese mundo entre detectivesco y gansteril que intenta representar. A Norton le falta meterse en el barro, zarparse más, animarse a la polémica.
Lionel Essrog (Norton) es el detective protagonista y padece el síndrome de Tourette, que consiste en decir cosas fuera de lugar a cada rato, entre otros tics incontrolables. Cuando asesinan a su mentor y amigo, el detective Frank Minna (Bruce Willis), Lionel decide investigar el caso, lo que lo lleva a recorrer las calles de Brooklyn hasta llegar al centro del poder y a su principal representante, el tiránico Moses Randolph (Alec Baldwin).
Huérfanos de Brooklyn cuenta una historia de detectives de la manera más desalmadamente correcta y políticamente descomprometida. Hay un tipo poderoso que construye puentes y que quiere eliminar los barrios marginales de Brooklyn. Hay también un personaje que es el jefe de una agencia de detectives, al que matan porque tiene información que compromete al poderoso. Y hay, por supuesto, un personaje que se encarga de averiguar quién es el responsable de las muertes y la corrupción.
Lo bueno es que el sentimiento melancólico-decadentista poscrisis del 29 logra complementarse con los clubes nocturnos, la bohemia y el jazz reinante. Lo malo es que no hay giros ni sorpresas. Tampoco hay una escena memorable ni una línea de diálogo que valga la pena rescatar. La primera hora de la película es llevadera, pero cuando termina deja la sensación de que sus casi dos horas y media son innecesarias.