No se le pueden negar ambiciones a Edward Norton. En su segunda película como director (la primera, hace casi 20 años, fue la liviana comedia Divinas tentaciones) apostó a una suntuosa producción con su firma para recrear la Nueva York de los años 50 dibujada por Jonathan Lethem en una celebrada novela. Para completar el tour de force y dejar bien en claro el carácter personal del proyecto se reservó la firma del guion y el papel protagónico.
Norton interpreta aquí a un entusiasta investigador privado con síndrome de Tourette que decide por las suyas averiguar por qué fue asesinado su jefe y mentor ( Bruce Willis), y al hacerlo se mete en una enredada trama en la que se mezclan el delito, la corrupción política, los conflictos raciales y más de un complicado y melodramático apunte familiar. De a poco, el detective se va metiendo más y más hasta el fondo de un enredado conflicto que va adquiriendo los contornos bien visibles del policial negro: el protagonista se involucra (a veces más de la cuenta) y empieza a poner en juego cuestiones muy personales y afectos cada vez más intensos mientras cada personaje devela sus complejas cartas.
El relato avanza a veces arduamente y con exceso de explicaciones, pero a la vez hay que destacar el esfuerzo de Norton por dotar de nobleza y clasicismo a los personajes y contar un genuino film noir con las variaciones de una suite de jazz, música que de paso se luce como un personaje más.