Sin dudas este es un proyecto al cual Edward Norton le ha volcado mucha pasión, oficiando tanto de director, como productor y actor principal. Claro que se trata de la versión cinematográfica de una novela homónima de Jonathan Lethem, que data de 1999, Huérfanos de Brooklyn, que sigue la odisea de un detective privado que padece síndrome de Tourette. La diferencia aquí es que Norton ambienta la historia en los años 50´.
La trama sigue a Lionel Essrog, un investigador que tiene tics involuntarios que lo hacen parpadear, sacudir la cabeza y soltar frases (muchas veces inoportunas), de manera inconsciente. Situación que lo lleva a ser tratado como un freak por parte de los demás, quienes no tienen idea de su brillante memoria fotográfica.
Tras el asesinato de Frank Minna (Bruce Willis), el mentor de Lionel (casi un padre), ya que lo acogió desde muy pequeño del orfanato, ofreciéndole trabajo en su agencia privada; la esposa (Leslie Mann) deja el lugar en manos del grupo que allí trabaja: Tony (Bobby Cannavale), Gil (Ethan Suplee) y Danny (Dallas Roberts). Pero será Lionel quien se obsesionará en descubrir quién mató a Frank y por qué.
Su incipiente investigación lo llevará a relacionarse con Laura Rose (Gugu Mbatha-Raw), una abogada y activista de la comunidad negra que vive encima de un club nocturno en Harlem, con quien tendrá un interés amoroso; y a descubrir todo un entramado de corrupción del poder político de New York, liderado por el “pez gordo” Moses Randolph (Alec Baldwin), quien no oculta su racismo y que ideológicamente hablando nos hacer recordar a Trump.
Si bien la cinta se extiende algo y por momentos se torna engorrosa en su argumento, Norton logra una transposición sólida poniendo en juego varios elementos del noir. Logra dar verosimilitud a un personaje algo desbordado, así como también que la narración fluya entre música de jazz, corrupción, misterios y asesinatos.
Pero lo que prevalece, sin dudas, es la química que se genera con Gugu Mbatha-Raw; dos seres solitarios, necesitados de amor, que se encuentran en el momento más perfectamente imperfecto. Más allá de ciertos defectos narrativos, el amor por esta historia y sus personajes traspasa la pantalla. Punto a favor de Edward Norton.