Casi dos décadas después de su opera prima, la comedia romántica Divinas tentaciones (2000), el actor Edward Norton vuelve a dirigir, pero esta vez eligió un policial negro basado en una premiada novela homónima de Jonathan Lethem. El libro transcurría a fines de los años ’90, pero Huérfanos de Brooklyn cuenta una historia ambientada en la Nueva York de los años ’50: el propio Norton interpreta a Lionel Essrog, un detective privado que debe descubrir quién estuvo detrás del asesinato de su jefe y mentor.
Norton no se arriesgó ni un poco: convocó a algunas estrellas amigas -Bruce Willis, Willem Dafoe, Alec Baldwin- y filmó una película donde nada sale de lo convencional. A la vieja usanza, y con una molesta voz en off incluida, la narración consiste en seguir los pasos del detective, pista a pista, en un camino que irremediablemente irá llevando hasta las más altas esferas del poder político. Habrá, por supuesto, una mujer fatal -aunque ya no una rubia- y unos cuantos matones por el camino.
Ni siquiera la particularidad de este investigador escapa a las reglas de manual. De unos años a esta parte las series se poblaron de policías aquejados por toda clase de enfermedades mentales: pareciera que es imposible resolver un caso si no se padece Asperger, esquizofrenia, psicosis o alguna patología por el estilo. En este caso, Essrog está afectado por el síndrome de Tourette, por el cual cada tanto lanza exabruptos involuntarios.
En esos insultos está la cuota de humor de esta larga película (los 144 minutos se sienten), aunque el precio a pagar en el guion es que el protagonista deba explicar mil veces su “condición” (extrañamente, casi todos los personajes son comprensivos ante las manifestaciones del mal).
A favor, Huérfanos de Brooklyn tiene la reconstrucción de época y una banda de sonido jazzera que contó entre sus compositores a Thom Yorke y Wynton Marsalis. Y, también, una reflexión sobre la especulación inmobiliaria y el desarrollo urbanístico que tiene resonancias con el presente de Buenos Aires.