Una sutileza exquisitamente elocuente y una contención interpretativa abrumadora
Pawel Pawlikowski elige espeluznantemente bien la imagen de apertura de su película: unas novicias tallan una imagen -por supuesto, rígida- de Cristo y lo sacan al patio nevado del convento. La metáfora, una vez terminada la proyección, es clara. Sacar la inamovible fe de la seguridad monótona del convento para probar la salvaje e inhóspita vida del exterior.
Eso es lo que vive la protagonista. Anna, una novicia que del horfanato pasó directamente al convento, se ve obligada a salir de él porque su tía, única familiar viva, la invita a conocer la verdad. Y ahí empieza la vida. Y la película. La búsqueda de la verdad, el sufrimiento de llegar a saberla y la valentía de enfrentarse a ella.
El detonante es la revelación brusca y descarnada que le hace su tía Wanda sobre su origen judío: “eres una monja judía”, le dice. Con el conflicto sembrado, comienza un viaje físico y metafísico que las cambia a las dos. Pues, aunque la película lleve por título el nombre de la monja, el papel de la tía por momentos la supera en importancia y, desde luego, en personalidad. Su objetivo es firme “no permitiré que desperdicies tu vida”, pero la oposición supera cualquier razonamiento, deseo o sentimiento: la fe mueve montañas. Pero la verdad no deja impasible.
En el viaje ocurre todo, la vida se condensa en unos pocos días, toda la vida que Ida no vivió durante 20 años, toda la vida a la que está dispuesta a renunciar para recibir sus votos. ¿Por qué murieron sus padres, dónde están enterrados, por qué ella no está allí con ellos, por qué su tía no la sacó del horfanato y la llevó a vivir con ella?
De una sutileza exquisitamente elocuente y una contención interpretativa abrumadora, la realización habla de todo a partir de dos hermosos personajes contrapuestos: una mujer pasional, libre, valiente, sufriente, independiente, y una niña ingenua, delicada, manipulada y anulada por una institución que la priva de los sufrimientos de la vida, pero también de sus placeres. Una fe aplastante que se manifiesta plásticamente en el encuadre deformado: un aire superior siempre descompensado que hace pensar en la omnipresencia de ese Dios omnipotente. De hecho, Wanda lo menciona con la ironía atea que la contrapone a su sobrina: ¿”Y si vas (al lugar donde murieron los padres) y Dios no está?” Un silencio elocuente donde la mirada del cuestionamiento y de la fe se cruzan y una sentencia rotunda: “Dios está en todas partes”.
Sin obviar una fotografía hermosa, elegido con acierto el blanco y negro, y unos planos deliciosos que se enhebran en la retina de una forma orgánica y elegante, la grandeza de la obra está en el mundo que se abre con cada gesto contenido, con cada palabra no dicha y con cada mirada desviada. El juego de la sutileza, del subtexto, del decir todo sin hablar nada.
Y el final es sorprendente porque, aunque la narración se cierra rotundamente, las posibles motivaciones que expliquen ese final se amontonan en el entendimiento del espectador e incitan a volver a ver la película buscando una justificación más convincente a tal comportamiento de la novicia. Otra grandeza es que sugiera distintas lecturas sin hacer trampa con un final abierto que el imaginario del espectador tenga que rellenar.
“Ida” es la historia de una monja que sale del convento a probar la vida. Y la vida la seduce de una forma tan arrebatadora que la idea del sufrimiento, por supuesto intrínseco a la misma, la hace volver al convento con el rabo entre las piernas y el remordimiento de no tener la valentía de vivirla.