“El gurí”, de Sergio Mazza, pretende ser una muestra más en el catálogo de películas que con el “no acontece nada” buscan reflejar la cotidianeidad. Ese género de películas tan premiadas en el Festival de Moscú, donde encontramos por ejemplo a Alberto Morais con “Las olas” (2011). Sin embargo, en el “no acontecer nada” hay otros factores necesarios, precisamente para compensar la ausencia de puntos de interés en la trama, y ausentes en esta realización. Los (pocos) hechos que ocurren tienen lugar en un pueblo de provincia, un pueblo del que no sabemos nada, ni cómo es, ni dónde está, ni cuántos habitantes tiene, ni de qué vive. Sólo unos hermosos planos, los más sobresalientes de la película, durante los créditos iniciales de unos paisajes en siluetas de atardecer que luego no resultan corresponderse con el retrato del mismo durante el devenir de secuencias. La trama es sencilla: la chica que se tiene que quedar en el pueblo mientras le arreglan el coche y en ese breve lapso de tiempo se encariña con dos niños que acaban de ser abandonados por su madre, víctima de una enfermedad letal que no quiere que sus hijos la recuerden demacrada y prefiere dejarlos solos. Sencilla sí, pero plagada de elementos que no se sostienen. ¿La chica atropelló un perro o un elefante para tener el coche tan destrozado? ¿El pueblo está tan lejos del siguiente que nadie se ofrece a acercar a la chica a su entrevista de trabajo? ¿En dos días escasos de convivencia los sentimientos que se generan son tan fuertes con unos niños desconocidos? Y si tal fuese, faltaría plasmar la necesidad de transformación del personaje de Sofía Gala. Aún así, el suyo, junto con el del veterinario - arco dramático forzado en dos escenas - es el personaje con más recorrido, pues los demás, terminan donde empiezan. Las dos historias mínimas que ejercen de subtramas no terminan de aportar nada al argumento principal. Por un lado, la pareja de veterinarios que perdieron a los dos hijos y no supieron superarlo, historia que sirve para justificar la adopción final del gurí. Por otro, un enamorado loco de la madre que persigue al niño preguntándole por ella, un personaje puesto adrede para que la anagnórisis sea fácil de escribir, rodar y entender, pero cinematográficamente innecesario, como también la subtrama a la que pertenece. Sería más interesante y sugerente que la madre nunca apareciese y dejar a la imaginación del público que buscase una motivación tan fuerte como para que una madre abandone a sus hijos tan pequeños. Como descubrimiento, el niño que hace de Gonzalo, el gurí, un buen mérito de cásting que supo escoger la cara triste de un niño abandonado, falto de cariño y que se tiene que hacer mayor antes de tiempo. En algún sentido podría estar emparentada con “El niño de la bicicleta” (2011), de los hermanos Dardenne, sin embargo le sobra melodrama y le falta concisión.
“Las Insoladas” es ante todo una obra de teatro para televisión. Obra de teatro, porque utiliza la unidad aristotélica de lugar. Seis amigas - o no tanto - se reúnen en una terraza porteña a tomar el sol durante un día entero, pero no es cualquier día. Es el día del concurso de salsa donde es casi obligado ganar, porque el cuantioso premio las puede acercar a su inalcanzable viaje al Caribe. Precisamente por este planteo sin conflicto real in situ, sin acción que, como si de un motor se tratase, haga avanzar la historia, la película es más una galería de escenas (y bikinis y culos y tetas) descriptivas que un relato con modificación consecuencia de un desequilibrio en el status quo de las protagonistas. Mientras la temperatura asciende y avanza la hora durante ese día de playa urbana (con bastantes fallos de continuidad de la luz), se suceden las escenas que muestran la relación de cada una de las seis chicas con las otras, sus vidas individuales y sus problemas personales. También por este motivo el ritmo se hace lento y pesado, porque no hay un hilo conductor que mantenga todo en tensión: al espectador expectante, la trama enredada, los personajes en apuros. Y para televisión, porque es casi una revista de corazón en fotogramas, un cotilleo sobre seis pibones corrientes de mente y aficiones. Porque esa es otra, las gordas no existen, o no existen bikinis para gordas; las feas, tampoco, o no toman el sol... Hasta hay un momento “Bailando por un sueño”: el baile, salsa; el sueño, el viaje a Cuba. La narrativa es más que convencional, por eso remite a los talkshow o a la prensa amarilla. Y las personalidades muy estereotipadas: la tonta peluquera que se sacrifica por todas porque aunque de pequeño cerebro tiene gran corazón; la hippie alternativa que cuenta cosas a las que nadie le da bola; la colgada de los hombres que no sabe estar sola; la madurita con determinación que las lidera a todas... El tipo de relación es un gran tópico: las mujeres hablan mal hasta por detrás de sus propias amigas. También las conversaciones son lugares comunes, comunes y manidos y machistas y reduccionistas... Y la película no se trata de una crítica a esa visión femenina de la vida (la que pudieran tener los hombres de las mujeres en un sentido muy reduccionista y estereotipado), porque si así fuese, en algún momento d habría un guiño que nos hiciese entender la clave crítica. Sin embargo, como para confirmar la visión que la califica de conservadora y abochornante, la escena final. Innecesaria para la narración porque ni siquiera se soluciona el conflicto en hipótesis sobre el que gira la mitad de la historia (cómo conseguir dinero para ir a Cuba). Y además viene a confirmar que se trata más de un show televisivo de variedades que de séptimo arte, que las mujeres tardan 7 horas en arreglarse para bailar y que sin los hombres no hacemos nada de nuestras vidas....
No hay que esperar hasta el final para sospechar que la producción es no sólo hollywoodiense, sino que sale literalmente de la “fábrica de los sueños”. Y efectivamente en los créditos la sospecha se confirma: producida por Steven Spielberg y Oprah Winfrey. Ya desde los aspectos técnicos, que pertenecen indudablemente al lenguaje audiovisual totalmente transparente del aún viviente clasicismo hollywoodiense, la producción preludia una narrativa no sólo convencional, sino reaccionaria en lo social, en lo económico, lo cultural y lo idiomático. El montaje es lineal, cómodo para que la vista siga el relato y pasaría desapercibido si no fuese por el uso excesivo de planos en grúas que hacen volar la cámara por los aires galos para enseñarnos un pueblecito idílico a orillas de un bucólico río. Tampoco la iluminación se salva, de hecho, es fantasiosa hasta rozar lo cursi: por lo extravagante, exagerada en las escenas nocturnas, y de tan tamizada y dorada, irreal en las secuencias diurnas. Claro que si reflexionamos bien, quizás busca eso, contar un cuento de princesas y príncipes, algo fantástico, que pasa en un supuesto mundo tangible, con la pretensión de hacernos creer que todos tenemos las mismas oportunidades y que si en la vida trabajamos duro, llegaremos lejos. Si el discurso ya rezuma conservadurismo en los aspectos técnicos, indagar en la narración puede ser más que revelador. Para empezar, una serie de tópicos típicos, manidos y gastados que a ochenta años de “Lo que sucedió aquella noche” (1934) ya podían ir desapareciendo. Un protagonista, varón - porque las mujeres no quedan bien en el papel protagonista -, de una raza ajena al país donde se encuentra - país que, siguiendo con los clichés, es estereotipadamente racista -, resulta ser un genio que a todos sorprende, incluso a los blanquitos que le ponían dificultades en la aduana. El chico, guapísimo por supuesto - en los cuentos los buenos y jóvenes son hermosos siempre -, alcanza su sueño y no sólo eso, le pasa por encima a su competidora (remarco la A) que, de paso sea dicho, es también su amor imposible, aclaremos que ella, joven y buena, es por supuesto hermosa. Hasta aquí ya se habría saturado el cupo de tópicos. Pero la película sigue: la mala es viuda y amargada, materialista, fría e intolerante, sin embargo, se ve reblandecido su pétreo corazón con las acciones valientes del joven apuesto y dotado para la cocina. Y, como no podía faltar, los malos malísimos que incendian el restaurante de la competencia extranjera y escriben horrendas palabras detestables sobre el muro de los foráneos. De tan maniqueo resulta no sólo vulgar, sino ofensivo el tratamiento de la xenofobia. Igual que lo machista y rancio de la trama amorosa, donde él renuncia a un sueño que de tan alto ni se había atrevido a soñar, por volver al pueblo donde vive su amada. Señores productores, que en Estados Unidos la población prefiera el individualismo del coche a las ventajas del tren, no significa que una chica en el Sur de Francia, subiéndose a un vagón de alta velocidad, no pueda pasar un fin de semana romántico con su amado en la ciudad del “amour”. Más allá de los inverosímiles y los recurrentes recurridos lugares comunes, la película es muy entretenida y al salir de la sala lo único que apetece es un restaurante hindú o francés.
Dice ser un homenaje a Fellini en su vigésimo aniversario luctuoso, pero realmente se queda en la simple anécdota que ilustra el dicho “cualquier tiempo pasado fue mejor”. De un nivel de producción bastante deficiente, un montaje totalmente convencional y una narrativa escasa, la película retrata algún que otro momento de la vida de Federico Fellini. La secuencia inicial preludia unos 90 minutos que pasan sin pena ni gloria. Un cuerpo, sentado en la clásica silla de tijera donde se retrata a los cineastas, delante de un atardecer en la playa ve pasar una serie de espectáculos, como si de un casting de habilidades se tratase. El croma es obvio, la iluminación no intenta imitar con precisión una playa, el cono de luz que sigue a los aspirantes te saca del paisaje; así que la explicación estética sólo puede ser una: los estudios de Cinecittá donde Fellini recreó ciudades al completo. Pero las asociaciones son demasiado fáciles, la producción demasiado pobre (no por falta de medios, sino de implicación creativa), y sobre todo la narrativa pierde aguas. No es que se necesite conflicto (que desde luego se echa de menos), pero sí enjundia, y el relato carece absolutamente de ello. Una sucesión de escenas relativas a la juventud e iniciación de Federico en el mundo del humor gráfico; unas cuantas conversaciones de bar que no pasan de lo anecdótico, con referencias a las primeras obras del director que reconducen la atención del espectador; algunos momentos que sirven más como suceso carnaza de paparazzi que como biografía con interés artístico para aquellos devotos de la obra de Fellini. Por momentos, el montaje recuerda más a la de un reportaje conmemorativo del cineasta que a una película tejida por un amigo. Y desde luego, las imágenes de archivo - que se anuncian como inéditas - no aportan nada a la no-historia que se describe.
Temas y dilemas en una profunda reflexión sobre la libertad “Libertad”, dice el diccionario, es la facultad natural del ser humano para obrar según le parezca, o incluso no obrar, por lo cual es responsable de su actos. “¡Viva la libertà!” es el contacto de dos hombres con esta facultad: uno, la busca, y el otro, la ejerce y en su ejercicio la disfruta. Por estar enmarcada en un contexto político extrapolable a buena parte del mundo denominado occidental, la película se hace universal desde lo concreto y particular. El líder de la oposición entra en crisis total - personal, ideológica, de electores - y la salida que encuentra es la huida y el refugio en la casa de una amiga, antigua amante, en Francia. Pero en Roma la vida sigue, y el aparato político no se detiene porque a un diputado se le ocurra tomarse unas vacaciones clandestinas, así que la mano derecha de Enrico Oliveri se ve loco para dar explicaciones y cubrir al político. Hasta que aparece la solución: el gemelo de Enrico, recién salido del centro psiquiátrico, acepta ser el doble de su hermano. En ese momento las historias se bifurcan en un hermoso doble tratado de la libertad. Si bien la trama del político real, Enrico, en su estancia en Francia resulta algo predecible y consecuentemente aburrida por su falta de interés, la trama del nuevo político, Giovanni, aporta momentos exquisitos en su indagación en los distintos temas que trata. Ahí radica una de las grandezas de éste filme, en la variedad de temas y dilemas que aborda sin necesidad de asignarles una trama a cada uno. La sutileza y la delicadeza de los diálogos, de las situaciones que remiten al pasado, que abren mundos que se intuyen sin necesidad de hacerlos aparecer en pantalla. Aunque esto es una virtud escasa últimamente en el cine, en esta realización quizás se traspasa la frontera y se dejan sin profundizar cuestiones - a las políticas me refiero - que un público ansioso de ver sus deseos en la pantalla hubiese disfrutado en verlas bien diseccionadas. El tema del doble, ya convertido en leit-motiv dentro de la historia del arte, y por ende del cine, está tratado de una forma aunque transversal, hermosa. Dos personas idénticas en lo físico y extremas en personalidad, con las virtudes opuestas y los defectos cambiados, sólo necesitan encontrar su circunstancia favorable, su aquí y ahora preciso y exacto para ejercer su libertad. “¡Viva la libertà!” es una historia de cambio: cambio político, cambio profesional, cambio personal y amoroso, cambio de perspectiva y de objetivos, cambio de rutinas y de exigencias. Es un canto a la libertad de poder elegir, de saltarse los moldes, de romper con lo establecido, con el hábito adormecedor. De atreverse. Atreverse a hacer una película en la cual uno de los personajes, delante de una multitud abrumadora de gente ansiosa de libertad - para elegir su futuro, su vid- grite: “Yo estoy aquí para asegurar que no se diga que los tiempos eran oscuros porque ellos han callado”. Porque en democracia, por mucho que ésta se jacte de que no, también hay censura.
Historia humanamente potente trasladada a imágenes y sonidos con magistral delicadeza “La fealdad en una mujer es un pecado mortal”. Con esta puñalada se abre la película y esta aseveración resonará a lo largo de la obra, y paralelamente a lo largo de la vida de la protagonista, Violette Leduc, como un eco agorero y a la vez como un grito que llama a no rendirse. Lo que no nos esperamos es que “fealdad” y “pecado mortal” tengan tantos significados como se van revelando durante la historia. Con un inicio bastante complicado a nivel de dosificación de información, las aguas se van aclarando cuanto más nos adentramos en el relato, y la turbiedad del inicio da paso a una transparente narración donde los sentimientos de la protagonista hacen sufrir de empatía al público, con la virtud de una ausencia radical de sentimentalismo y melodrama. Violette es la lucha de una mujer bisexual contra la sociedad, es la búsqueda por parte de una mujer fea de una condición que le fue privada desde antes de nacer, la de ser amada. Hija bastarda de un noble, no deseada ni siquiera por su madre, su infancia y adolescencia la marcaron con el sello de la crueldad, la soledad y la incomprensión para el resto de su vida. Un tormento que finalmente da su fruto. Gracias a la terapia exorcista de la escritura, Violette se reconcilia con su vida y hace de sus experiencias un éxito literario. La pregunta que Provost deja para que el público se conteste es si ese tormento solitario que a partir de su llegada a París se ve acompañado de un bastón, con el nombre de Simone de Beauvoir, merece la pena. Si le merece la pena a ella, a Violette Leduc. Rodeada de personajes tan interesantes y reconocidos que ni presentación ni construcción narrativa necesitan, como Jean Genet o Jacques Guérin, Violette desprecia su vida, su apariencia, y se resguarda a sí misma en una soledad inventada, pues amigos tiene, que la apoyan, la ayudan, la acompañan. Pero su carácter, difícil hasta el punto de que la misma Beauvoir asegura con rotundidad “nadie puede ser amigo de Violette”, la recluye en su dolor, en su pobreza, en su fealdad, la aísla de poder disfrutar de lo que consiguió por sus propios medios. Es quizás también su forma de defenderse de las decepciones y desilusiones. Sin embargo, su entrega pasional a la vida, sin red por si acaso la caída, la llevan una y otra vez a querer desistir, rendirse, sentimiento que expresa varias veces en forma del feroz deseo de no haber nacido. Si la historia es potente, por lo humano, y el conflicto es difícil de trasladar a la pantalla, por lo intangible, la resolución que Provost orquesta es de una delicadeza magistral. Unos planos bellísimos: la hija desnuda, vulnerable, abatida por la reciente enfermedad a merced de la madre castradora que en un arrebato de amor - o compasión - la lava con una dulzura emocionante. Una simbología hermosa de manos como metonimia de los cuerpos y del deseo y del trabajo de la escritura y de la edad y del afecto... Un juego de ubicación de los personajes en luces y sombras en analogía a quien ostenta la razón en esa escena. Y el gran acierto de la realización: la literatura entremezclada con la historia, como parte del guión y ensambladora de imágenes. En ningún momento resulta relentizadora del ritmo cinematográfico ni críptica en su simbología, más bien todo lo contrario: completa el significado de la historia y aporta una dimensión poética a las vivencias de Violette en una analogía perfecta entre su vida y la literatura que escribió en base a ella. Como carencia, podríamos mencionar la relación entre Simone de Beauvoir y la propia Violette. Una relación que se anuncia de amistad pero que se vive de forma muy distinta y dispar. Mientras que la protagonista se enamora perdidamente de la reconocida escritora y ve en ella una ayuda indispensable para salir adelante no sólo como escritora, sino también como persona y como mujer, incluso una ilusión por la que vivir, Beauvoir no la considera ni siquiera una amiga, no la trata como tal, ni siquiera le confía conversaciones íntimas ni preocupaciones personales. Para Simona, Violette es casi una alumna a la que mantiene en calidad de mecenas por su interés literario y por su valor como rompedora del status quo represor en que vivía, o sobrevivía, la mujer. En esa relación, construída muy sutilmente por parte del guionista, el colofón llega al final de la obra, en una escena de fuera de campo donde Violette se queja a Simone de que no necesita su caridad (Simone se muda de casa y le ofrece cacharros que no llevará en la mudanza). Simona muy intelectualmente le responde Violette, “por favor, nosotras estamos por encima de eso”, a lo que Violette rebate con otra pregunta sin respuesta: “¿Y dónde nos deja eso?”. El silencio estrepitoso de Simone en un fuera de campo hermoso, el rostro ansioso de Violette que espera una respuesta que sabe desde antes de plantear la pregunta que no llegará, las cortinas rojas que Simone ya no quiere de fondo, el departamento vacío donde forjaron esa extraña relación, y un adiós que busca, una vez más, la atención de Simone para con la inerme Violette. Es entonces cuando los reproches salen de las entrañas de la protagonista, que más que enojada con su mecenas lo está consigo misma por ser dependiente de alguien que no la corresponde del mismo modo. “Ojalá pudiese odiarte”, le dice Violette a Simone, pero no podrá porque siempre le deberá la perseverancia, la tenacidad, el levantarse después de cada caída y el prólogo con que se inicia el gran éxito literario de Violette Leduc: “La bastarda”. Al fin un éxito en la vida que quizás no le compensa los fracasos en las relaciones personales -”y pasa el tiempo y sigo sola”-, pero que al menos la ayudarán a sobrellevarlos.
Tres historias protagonizadas por hombres adictos que quieren superar una adicción. Tres amistades que sirven de sostén al impulso irrefrenable del deseo. Tres géneros en una misma película dados por conflictos demasiado profundos todos relacionados con el miedo: a recaer, a no ser querido, a no ser aceptado... Y ahí radica la debilidad de la estructura de esta película: quiso contar mucho y no profundizó en nada. La historia principal, comedia romántica, está protagonizada por Mark Ruffalo, un atractivo ejecutivo que lleva años sobrio de relaciones sexuales. Cuando Gwyneth Paltrow aparece en su vida, el miedo al descontrol lo paraliza y no lo deja disfrutar de lo que consiguió en ese tiempo de terapia. La necesidad de ocultar algo avergonzante, que la sociedad prejuzga y por lo que discrimina y margina se convierte en el problema real, más real que la adicción al sexo. Y los miedos del personaje de Ruffalo se confirman cuando el de Paltrow descubre la verdad. Nadie quiere estar con una persona adicta, porque la adicción no se cura, sólo se controla. La trama secundaria de género dramático es la que protagoniza Tim Robins, un ex alcohólico que contagió a su mujer de epatitís y que despreció a su hijo por drogadicto. Es una trama de miedos y perdones, de superaciones. Robins, mal padre con su hijo, se redime de su error siendo “padre” de los asistentes a las terapias de grupo que él dirige. Y no es capaz de ver que su hijo también se merece una oportunidad, una y mil, por ser su hijo, porque si los de la terapia caen y se vuelven a levantar, su hijo también tiene ese derecho. Esta trama flojea por tener demasiada carga dramática y ser una secundaria que apenas repercute sobre la principal. Sería una película en sí misma. La segunda subtrama, el contrapunto cómico, es la más entretenida y la mejor interpretada. Un chico adicto al sexo que pierde el control de su vida, que con tanto esfuerzo logró conseguir. Lo despiden del hospital donde trabaja e incluso tiene demandas por acoso. En la terapia, a la que recurre desesperado, conoce a una chica con el mismo problema. Lo que al principio resulta una tentación incontrolable se convierte en una ayuda indispensable y finalmente en la primera amistad femenina. Pero vuelve a fallar en lo mismo: una explicación muy dramática la que justifica su adicción al sexo contada muy superficialmente: una historia que daría para otra película en sí misma.
En el Buenos Aires de finales de los años ochenta del siglo pasado, en una escuela dirigida por franciscanos ocurre la muerte de la profesora de catequesis. Una autopsia poco concluyente es suficiente para hacer de la muerte un presunto crimen y del crimen, teñido de la inexplicable casualidad que supone el dibujo premonitorio de una alumna, un misterio enredado en el reciente pasado de la dictadura. El caso sería interesante si no perdiese aguas por todas partes. Empezando por el guión, la película no se sustenta. La estrategia de dosificación de la información va cambiando a lo largo de la realización alternándose entre la información compartida por detective y público y los momentos en los que éste se adelanta sin pista previa a las hipótesis y deducciones del espectador y se saca de la manga conclusiones sin pruebas evidentes durante la narración. Falla pues la verosimilitud y, consecuentemente, el público se sale de la trama. Elementos forzados y luego olvidados, colocados en escenas exclusivamente para facilitar la explicación de una trama de por sí bastante artificiosa y diálogos acartonados que no hacen fluir con organicidad el relato son otros de los elementos errados en este filme. Pero sobre todo el exceso. Las tramas excesivas, por su conflicto demasiado enredado y por el número de las mismas, el exceso de casualidades, las excesivas corrupciones de los personajes, los excesivos remarques de pistas -falsas y verdaderas- que hacen anticiparse al espectador en el devenir de la trama y por tanto los aburre por la previsibilidad, las excesivas confesiones y el dramatismo de las mismas... Todo es demasiado: demasiado rebuscado, demasiado complicado, demasiado corrupto... Y la música es excesiva también. De tanta que hay, tan presente y constante, pierde la función expresiva (o subrayadora, que tendría en el género de suspense) y pasa a convertirse en una simple llenadora de huecos sonoros. Su uso es más televisivo, a modo de cortinilla de transición entre escena y escena, secuencia y secuencia, que cinematográfico. Tampoco la interpretación ayuda a introducirse en este universo dramático. Actuaciones escasas y teatrales, bastante melodramáticas o telenovelescas que otra vez le restan verosimilitud a la historia. Pongamos por caso la escena en que la profesora de plástica le enseña al detective los dibujos premonitorios que la niña -y cabe señalar que es la única infante que aparece en una película donde el 90 por ciento de los planos son en una escuela- hizo de dos acontecimientos, entre ellos la muerte de la profesora Norma. Además de ser excesiva la gesticulación facial durante toda la escena, hay dos momentos puntuales en los que la actriz mira hacia lo que sería la puerta del aula (en fuera de campo) señalando de tan obvia, ridículamente, que no quiere que la escuchen ni la vean. Para respetar el final de la película, no entraremos en detalles, sólo añadir que tampoco la resolución del crimen es creíble ni por el móvil ni por la acción física. Y el elemento más original de la historia, la premonición de la niña exteriorizada mediante los dibujos, queda olvidado sin explicación.
Esta propuesta del tándem de realizadores Juan Carlos Maneglia y Tana Schembori no es una película de acción cualquiera. Más allá del conflicto que vertebra la historia – Víctor tiene que entregar las siete cajas intactas para obtener a cambio 100 dólares -, la realización gana en originalidad porque se esfuerza en hacer aflorar, entre persecución y obstáculo, temas que singularizan el espacio, la propia historia y, desde luego, a los personajes. Ambientada en un mercado de un barrio pobre de la capital paraguaya, la película se nutre constantemente de ese hábitat, sórdido, corrupto, mísero, para crear la trama y justificar los comportamientos de los personajes. De hecho, uno de los elementos de construcción del filme que llaman la atención es la ausencia de juicios de valor para con los personajes. Su pobreza es la motivación de sus actos, y aunque en la cabeza del público puede resonar la frase “el fin no justifica los medios” (en este caso la delincuencia para obtener dinero), no hay un tono moralizante en el desarrollo ni en el final de la historia. Lo que sí consiguen con soltura los realizadores es rellenar la trama con las motivaciones, con el ambiente en el que nadan los personajes, y no siempre abanderando la miseria como arma para crear compasión. Hay situaciones divertidas, curiosas, enseñadas con humor, que dejan ver menos manipuladoramente las carencias, necesidades e injusticias que sufren las personas de los barrios pobres de Latinoamérica. Eso sí, con un final sin pretensiones ni histrionismos hollywoodienses: el que nace en barrio pobre, muere en barrio pobre, y como máximo sueño alcanzable el salir en la televisión durante el reportaje de un crimen. También la estructura del guión está bien construida: Víctor no lo tiene fácil para hacer llegar con las 7 cajas a su destino. A lo largo del día que dura el relato la sucesión de contratiempos y accidentes haría desistir a cualquier persona. Pero Víctor no es una persona, es un personaje, protagonista y enamorado de su compañera de aventuras. Su voluntad lo puede todo. En las situaciones de riesgo y superación el guión está muy bien elaborado: cuando pone al protagonista y a su compañera en situaciones límite de las que no se espera salida, la solución narrativa es, no sólo creíble, también sorpresiva y coherente. La estética de la producción es otro punto relevante de “7 Cajas”. Un montaje que disturba un poco al inicio y una elección de planos que responde más a una decisión estética que a una voluntad narrativa, mezclado con una iluminación que recuerda por momentos a un videojuego. El “travelling” inicial a cámara rápida nos anticipa los espacios por los que la trama va a acontecer y termina en el ojo del protagonista, que verá y vivirá todo de primera mano. Y el broche se lo lleva el idioma: en una industria cada vez más ortodoxa donde el dinero manda, rodar una película en guaraní tiene todo el mérito.
Dos vidas que siguen cursos distintos y sólo coinciden un breve y alejado momento De forma simbólica y hermosa, la primera imagen contiene la película: dos vidas, cual trenes que corren por vías paralelas y en direcciones opuestas, siguen cursos distintos y sólo coinciden durante un breve y alejado momento. Pero como creemos en el amor, estamos expectantes a qué suceda. ¿Y sucede? La verdad es que “Amor a la carta” va proponiéndonos interrogante tras interrogante sin darnos la respuesta. Y ahí está uno de los elementos bellos de este filme, ni nos lo cuenta todo a nosotros ni los personajes llegan a decírselo todo. Pero la contención, el amago, el simple gesto o la ausencia de él (características que muchas veces distinguen el cine extra Hollywood) enriquecen un lenguaje audiovisual que no se hace sólo de presencias. La ausencia cuenta, y mucho. Ese silencio, por ejemplo, que la protagonista construye alrededor de la infidelidad no confesa de su marido la construye a ella como personaje. Entra entonces la ambigüedad que le da riqueza a la película, la maravilla de las libres interpretaciones que crea en la mente de cada espectador una película distinta. ¿Es Ila cobarde por no enfrentarse? ¿Resignada a la traición? ¿Vengadora con su intercambio epistolar? La primera pregunta que nos plantea la realización es si Ila conseguirá “reenamorar” a su marido con sus mágicas manos cocineras. Y antes de contestarnos, nos plantea la siguiente: ¿quién es ese hombre que recibe una vianda que no reconoce como suya, pero la come igual? Y más importante aún, ¿será él quien se enamore de Ila? Así se encadenan las preguntas, en un remolino de palabras ansiosamente escritas y leídas con olor a pan de pita. Tras ellas, la necesidad de hablar, quizás para no sentirse solos, quizás para empequeñecer las penas al compartirlas, de un viudo solitario y gruñón -o gruñón por estar solo- y su inesperada cocinera, una madre joven que busca ávidamente en los cacharros vacíos del almuerzo la salida de su vida monótona e infeliz. Por eso que la respuesta para mí es no. No sucede el amor. Sólo sucede un cruce breve y alejado de dos vidas que necesitan un cambio, pero que no se encuentra en la misma dirección. Porque ella es joven, porque él es mayor, y porque su sufrimiento se combate diferente. Por eso creo que el final es acertado: para los dos aún hay esperanza, los dos aprendieron de su efímera correspondencia, los dos salen cambiados de su experiencia. Y todo gracias a ese margen de error de un paquete entre un millón que los transportadores de comida de Bombay pueden entregar al destinatario equivocado. Y es que “el tren equivocado te puede llevar a la estación correcta”.