Buscar los rastros del pasado
El film de Pawel Pawlikowski retoma la estética del cine polaco durante el comunismo para narrar la historia de una “monja judía” en busca de su identidad, a la vez que reflexiona sobre la dolorosa historia reciente del país, sin dar demasiadas explicaciones.
Las primeras imágenes de Ida encuentran a una joven novicia, Anna, mientras se prepara para un viaje, uno de los pocos de su corta vida, que ha transcurrido por completo dentro del claustro del convento. Las razones no son otras que una visita a su único pariente vivo, una tía directa a quien nunca ha visto. Anna es huérfana y fue criada por las monjas desde muy temprana edad. “Te quedarás con ella el tiempo que sea necesario”, le dice la Madre Superiora, a sabiendas de que esa interrupción de la vida religiosa antes de tomar los primeros votos es absolutamente necesaria. Es que Anna, como descubrirá rápidamente al llegar a la casa de su tía Wanda en Lodz, es también Ida, hija de padres judíos asesinados durante los años de la ocupación alemana. Una “monja judía”, como la llama su tía con algo de crueldad. La identidad y los rastros del pasado, que se resisten a permanecer ocultos, ocuparán el centro de un relato concentrado en algunos días de búsqueda. Pesquisa de datos y de verdad, pero también de un orden o equilibrio luego de la confrontación con los hechos más terribles. Y, eventualmente, de una elección de vida que podrá ser muchas cosas pero nunca será sencilla.
Le llevó más de dos décadas a Pawel Pawlikowski, nacido en Varsovia en 1957, filmar su primera película polaca. Sus años como documentalista de la BBC londinense parecen haberlo preparado para lanzarse al largometraje de ficción con cierta confianza (de sus tres películas británicas previas, solamente Mi verano de amor, de 2006, tuvo un acotado lanzamiento local). Ida es, entonces, no sólo un regreso al terruño, sino también una visita al pasado del cine de Polonia y países comunistas vecinos. Lejos del capricho estético, con su contrastada fotografía en blanco y negro y estricto formato de pantalla 1.37, Ida imita el posible aspecto que un film de la época en la cual transcurre la acción (1961) podría haber tenido en las pantallas de cine polacas, checas o húngaras. Y es el marco visual ideal para una película que abandona las calles de la gran ciudad para mudarse a un pequeño poblado rural, con sus amplios espacios naturales, pero también sus apretadas habitaciones de hoteles de pueblo, bares y centros comunitarios, encuadrados por Pawlikowski y el director de fotografía debutante Lukasz Zal en planos usualmente fijos y obsesivamente compuestos, en muchos casos con poco ortodoxos espacios vacíos por encima de los personajes.
También primeriza es la jovencísima Agata Trzebuchowska, la actriz no profesional –descubierta por un colega del realizador en un bar de Varsovia– que interpreta con acertada introspección a Anna/Ida. Su tocaya Agata Kulesza, en cambio, es una experimentada actriz de cine y teatro, encargada de interpretar a la tía Wanda, ex fiscal del Estado polaco y la estrella de grandes casos públicos a comienzos de los años ’50. Responsable, asimismo, de “llevar a varios enemigos del pueblo a la muerte”, según confiesa en una escena particularmente incisiva. La muerte es, entonces, uno de los temas centrales de Ida: la muerte de habitantes judíos traicionados por sus vecinos cristianos y la muerte de ciudadanos insumisos a manos del aparato legal estalinista. En el rostro de Wanda pueden adivinarse la profunda amargura y cruel sarcasmo de años de muertes ajenas y propias, de dolores aplicados por otros y también autoinfligidos. Alcohólica, en busca de un cariño que nunca surge en las sesiones de sexo al paso, parece la imagen de una Polonia que resiste como puede a pesar de los golpes y los reveses.
En el semblante de Ida, en cambio, generalmente duro e inexpugnable, pueden verse reflejadas algunas certezas que comienzan a tambalear y ciertas dudas que no dejan de picar como un afilado aguijón. Particularmente luego de conocer a un joven músico de jazz que le acerca la posibilidad de abrir nuevas puertas y ventanas. La mejor película de Pawlikowski a la fecha es también una particular road movie, un viaje de descubrimiento que tiene preparado para sus últimas estaciones más de una sorpresa. Es también un film conciso y compacto (apenas 80 minutos) que reflexiona sobre la dolorosa historia reciente de un país sin necesidad de recurrir a demasiadas explicaciones, simplemente a partir de la compleja pintura de un par de personajes y sus circunstancias.