Si fuera necesaria una regla, Pawel Pawlikowski no es la excepción sino, más bien, uno de los máximos cultores del reino visual del este europeo. Y ocurre esto a tal extremo que sus imágenes, desgarradoras de belleza, corren el riesgo de causar cierta sangría en sus films. Ida representa quizás el trabajo más emblemático y destacado de Pawlikowski, conocido por la producción inglesa Mi verano de amor (2004), protagonizada por Emily Watson.
De padres desconocidos, Ida (Agatha Trzebuchowska) es una novicia de un convento rural; una tarde su tía Wanda (Agata Kulesza) la lleva por unos días a su casa en Lodz. En la estancia, Ida contempla los vicios de posguerra de Wanda, las noches de jazz y alcohol, las tardes de Beethoven y una atmósfera nihilista que contrasta con su fe, así como la revelación, troncal en el film, de que su familia era judía y, casi como silogismo, cayó víctima del Holocausto.
Afirmadas, envalentonadas por la unión, Ida y Wanda persiguen las huellas de la desaparición familiar, con un ascetismo de blanco y negro que no tiene referente en films sobre el Holocausto sino, más apropiadamente, en los tesoros clásicos de Bresson y Bergman. Pero el Holocausto no es el único foco para el director, cuyo rigor va de la mano con el entorno de una Polonia escindida bajo el control soviético. Hay gran belleza en la utópica relación de Ida con un joven saxofonista, a quien conoce en el night club favorito de Wanda (un encuentro dispar pero secular; ella sigue a Dios, él a John Coltrane). El blanco y negro opalescente, que convierte a las escenas en una secuencia de logros fotográficos, muestra a Ida bajo la luz de Vermeer y luego como la Juana de Arco de Carl Dreyer. Pero en este trabajo deslumbrante, sin embargo, Pawlikowski comete un pequeño sabotaje, revelando una ambición a contramano con la morosidad y austeridad que son logros inobjetables del film.