Hace varios días que vi Igor, creo que cinco o seis, quizás más, quizás menos, y hoy me enfrento a ese mal que aterroriza a todos los que en mayor o menor medida ejercemos el noble oficio del periodismo: la hoja en blanco. Confieso que la génesis de este texto me encuentra rezándole a la Divina Providencia para que ilumine mis dedos y me permita construir un texto cohesivo y coherente. Ya di todo de mí, entregué la totalidad de mis sentidos a la búsqueda de un enfoque atinado donde medianamente se haga un juicio valorativo acerca de la última película de este tal Anthony Leondis, anteriormente director de la secuela directo a DVD de Lilo & Stitch. Pero nada, no le encuentro la vuelta: pienso en el punto de vista que propone, y no. Pongo el ojo en la animación, normalita y correctita, y las ideas siguen de franco. Rememoro la visualidad de las imágenes, pero ese árbol hermoso y oscuro de reciente reestreno en 3D que es El extraño mundo de Jack tapa la totalidad del bosque cinematográfico y me impide vincularla con un dispositivo audiovisual previo. Analizo los personajes, la visión del mundo (y la ciencia) que Igor propone a través de ellos, pero el grillo sigue ocupando la sonoridad de mi cabeza. Relaciono la construcción de una criatura a imagen y semejanza de su creador, un pequeño Igor de abundante bonhomía que estuvo durante la totalidad de su vida bajo la sombras de un malvado científico, y las referencias no sobrepasan la obviedad de Frankenstein. Si es una comedia, debería pensarla como tal. ¿Es cómica? No demasiado, apenas algún que otro personaje secundario gana cuando apuesta al slapstick y al one-liner. ¿Es irónica? ¿Tiene la suficiente grandeza para dar una visión cosmopolita acerca de…no sé, algo? No al cuadrado. Quizás deba hacer una análisis ontológico del meollo. ¿Por qué siento este vacío creativo?¿Es inoperancia del redactor o ineptitud de Igor? Quizás no es una buena película, pero tampoco es mala. Simplemente es. Su metraje discurre indiferente: da lo mismo quien muere y quien vive; quien ama y quien no. Y eso es peor: no existe mayor pesar para el cinéfilo avezado que una película no despierte absolutamente nada, que ver una historia no como tal sino como una sucesión de cuadros inconexos, que los protagonistas espeten los diálogos, que la llegada de los créditos sea sólo el paso previo para el retorno la cotidianidad de nuestras vidas. Amén.