Igor tiene más inteligencia que la media del cine animado habitual, logra que su fondo se convierta en forma y son las creaciones de Igor las que movilizan la historia.
Me preparo para los ladrillazos que lloverán y lo digo sin anestesia: El extraño mundo de Jack me parece una película sobrevalorada. Me gusta, pero no termino de conectar con ella: será que me pesan algunas canciones, que me parece mal elaborada la relación de amor entre Jack y Sally, que su final se me hace precipitado, como si le faltara algo. Claro que no puedo negar su inventiva, esa forma de sacar ideas de la nada y construir un mundo totalmente original y autónomo. Precisamente esos aciertos se le pueden aplicar a Igor, el film de Anthony Leondis que desde su estética parece deudora de la obra de Henry Selick, pero que logra ser todo lo divertida y graciosa que aquella nunca pudo por ser, en cierta forma, demasiado consciente de su importancia.
El punto de inicio de Igor, el film de Anthony Leondis, es por demás original y funciona a puro cliché del universo del cine de terror clásico: la tierra de Malaria está repleta de científicos locos y cada uno tiene su Igor, su asistente que sólo se dedica a bajar la palanca cuando se necesita alumbrar un nuevo invento. Uno de estos igores tiene aires de inventor y aprovechará la muerte de su jefe para convertirse, finalmente, en un creador. Si en este comienzo se luce el poder de observación sobre el género, aplicado al mundo del cine de animación, el relato le hace honor con una sucesión de eventos que tienen a la inventiva y el juego con el género como faros.
A lo que vamos: este Igor quiere crear vida, la criatura más mala sobre la faz de la tierra. Y en su lugar lo que crea es una mujer brutal, gigante, pero bondadosa y carismática. Es más, su cerebro fue lavado y adoctrinado por James Lipton y el personaje de Blanche DuBois. Mela, como se llamará esta gigantona que recuerda un poco a El gigante de hierro, tendrá veleidades de actriz y creerá estar predestinada a la actuación. El cine se entronca entonces con la ficción, pero las referencias no son al estilo Dreamworks: aquí lo que se hace es un abordaje sobre los géneros y la autoconsciencia de saberse un relato cinematográfico -de hecho, se burla de aquellos que creen que actuar es crear monstruos a lo Actor’s Studio-. La estética visual, además, está sostenida por una banda sonora con grandes canciones de Louis Prima, todo un anacronismo.
Igor tiene más inteligencia que la media del cine animado habitual, y sin llegar a la locura desenfrenada de Lluvia de hamburguesas, como aquella logra que su fondo se convierta en forma: precisamente son las creaciones de Igor las que movilizan la historia y las que aportan aquellos momentos disfrutables -punto máximo el conejo inmortal que tiene conducta suicida-. Esto tiene doble mérito: por un lado le da al film una coherencia significativa y por el otro hace preciso y justificable cada elemento que aparece. Y último hallazgo de Leondis y los suyos, nunca poner esta creatividad por delante del cuento: Igor no se pasa de lista, tiene su ritmo propio y no parece intoxicada por el resto del cine animado que se hace hoy día.
El film no se sostiene exclusivamente en los chistes, tiene referencias culturales que se vinculan estéticamente con el relato, y la inteligencia y la creatividad son sus mayores apuestas. Mantener 90 minutos de relato con esta premisa habla de gente con algo para decir, que no cree en el arte como una mercancía y que piensa cada elemento como necesario. Tal vez en eso se parezca aún más al cine de Henry Selick: una deliberada libertad para trabajar es pos del entretenimiento. Que Igor traiga a la mente a Selick, a James Whale, a Tim Burton, a Brad Bird es otro gesto de genialidad: no se copia o imita, sino que se muestran referencias como forma de pertenencia a una parte del mundo que cree en crear como principal virtud del cine.