Igor es un espíritu inquieto y, aunque su suerte haya sido echada mucho antes de su nacimiento, no está dispuesto a rendirse.
Vive en Malaria, un reino donde los jorobados están condenados a vivir en un segundo plano. Las estrellas, que acaparan los flashes de las cámaras, son los científicos, locos, que pergeñan planes maquiavélicos para conquistar el mundo, vencer a la muerte o conquistar corazones. No importa. Son ellos quienes con sus locuras y sus experimentos demenciales tienen al mundo en un puño.
Sin embargo, hay quienes se atreven a desafiarlos. A cuestionar sus normas. A reclamar su lugar en el mundo. Igor es uno de ellos. Dueño de un coraje singular y de una inteligencia envidiable, decide demostrarles a los científicos en su propio terreno que es capaz de mucho más. Su gesto, que entusiasma y asusta a sus semejantes, tiene el valor de una revolución. Con sus aciertos y errores. Claro está.
Su entusiasmo es contagioso, tanto que después de su triunfo, si es que el triunfo es posible para aquellos a los que la sociedad les impone el fracaso, es inspirador. Ese carácter, el de Igor y el de la película que cuenta su historia, es aleccionador. Acaso más que las miles de horas que pasan en la escuela. Y es así porque para aprender la lección no hace falta estudiar, con ser libre es suficiente.