Orgullosamente convencional
La película puede servir para reírse con algunas de sus situaciones, o para lamentar el exceso de convenciones que desbordan su estructura. También se puede –por qué no– alegrarse por el ingreso que su recaudación le reportará, seguramente, al Instituto del Cine.
Hay dos formas para ver cualquier película, o, más exactamente, dos formas en las que se las suele criticar. La primera consiste en pasar revista a aciertos y deméritos para esbozar una aproximación al intento creativo de los responsables de su factura. La segunda, mercantilista, se limita a reducir cualquier hecho artístico a su aspecto menos ligado con la intención propia del arte, al simple beneficio que se obtiene de su comercialización. Desde una u otra rara vez se arriba al mismo puerto. Igualita a mí es uno de esos productos testigo que pueden funcionar a modo de filtro decantador para ver de qué lado se paran unos y otros. Ciertamente la nueva película de Adrián Suar será bienvenida por aquellos que se excitan leyendo las tablas de las más taquilleras, de los libros más vendidos o de los programas de televisión con mayor rating. Y tal vez será lapidada en plaza pública por quienes no acepten que un producto regular no equivale a aburrido. Hay un punto intermedio para sentarse a ver Igualita a mí: para reírse con algunas de sus situaciones; para lamentar el exceso de convenciones que desbordan su estructura y –por qué no– alegrarse por el ingreso que su recaudación le reportará (se supone) al Instituto del Cine.
Es cierto que el tipo de película que elige ser Igualita a mí necesita de lugares comunes; de atarse a uno o varios géneros para aprovechar sus fórmulas; de actores no necesariamente buenos, pero sí eficientes al abordar el personaje que les toca en suerte. Con todo eso cumple este segundo trabajo en el cine de Diego Kaplan, director de intensa trayectoria televisiva. Bastará mencionar que Freddy, su protagonista, es un cuarentón que se niega a abandonar la famosa adolescencia extendida de la posmodernidad, que va de boliche en boliche y a quien le gustan la noche, el bochinche y terminar cada día con una veinteañera distinta. Suerte de Isidoro Cañones modelo 2010, que se niega a las relaciones estables como a trabajar más de dos horas por día, este Freddy encontrará la horma de su zapato (o un corset para su vida ligera) cuando Aylín, una de las jovencitas que consigue llevar a su departamento de soltero, le revele que posiblemente ella sea su hija, concebida durante un viaje de egresados a finales de los ’80 con una hipona local. Esta idea, la del adulto que debe aceptar la responsabilidad de un vínculo inesperado –una de las más recurrentes del cine norteamericano–, alcanza para que una vez planteada cualquiera pueda trazar, con un mínimo margen de error, el derrotero posterior de la película. Sin dudas en este trazo esquemático (en ocasiones hasta burdo) con que la narración no se permite apartarse de lo previsible está lo menos positivo de Igualita a mí.
Ante la fuerte sensación de que no se ha seleccionado a los protagonistas por lo que ellos pudieran haberle aportado a Freddy y Aylín, sino que éstos son construcciones a medida para Adrián Suar y “Floricienta” Bertotti, no queda sino aceptar que ambos actores conocen a sus personajes como baqueanos que han ido y venido toda la vida por los mismos senderos. A Bertotti le toca la jovencita inocente y algo atolondrada que ya desplegó con éxito en más de tres programas de televisión, y a Suar el petiso canchero le sale como si de interpretarse a sí mismo se tratara. (Aunque no estaría mal que agradeciera a Francella y a Darín por usarlos de espejo.) ¿Y es malo esto? Tal vez no. Hasta puede decirse que es lo mejor de una película que apuesta por las convenciones sin renegar de ellas. La química Suar-Bertotti funciona de modo razonable y eso hace que todo lo otro pase un poco más (muy poco) inadvertido.