Las comedias de gran público en la Argentina giran alrededor de un imaginario que no ha cambiado sustancialmente en las últimas cuatro décadas. El porteño, la porteña, etcétera, sólo han mutado el corte de vestidos y camisas y, es cierto, en los setenta no abundaba el lycra. Los productos con o de Adrián Suar funcionan alrededor de ese mundo cristalizado y de tramas sentimentales convencionales. Pero sería deshonesto decir que un film es malo por esto: la mayoría de las cinematografías industriales juegan con arquetipos. El caso de “Igualita a mí” es curioso: tiene detrás al director Diego Kaplan, que había debutado con una interesante comedia independiente, “¿Sabés nadar?” (2002) y había introducido frescura en la comedia televisiva con el programa de culto “Son o se hacen”. Pero en esta película, trabajando con un producto diseñado para el éxito masivo, el peso de la producción atenta contra su capacidad para la verdadera clave de cualquier comedia: el timing. Así, la historia de un cuasi playboy cuarentón que descubre tener una hija veinteañera y además embarazada, sucumbe ante la necesidad de dejar claro que el personaje es, en el fondo, un tipo buenote que se redime en el amor familiar. Tranquilizador en su conservadurismo, el film termina cayendo en la moraleja que el espectador adivina desde el momento en que compra su entrada, y así no hay humor que alcance.