Una hija y una nieta y una novia para mi papá
Hay algo que le envidio a Adrián Suar: la impunidad de la que goza entre periodistas, críticos -no todos, es justo decirlo- y público. Impunidad que impide una crítica más certera sobre su trabajo como actor (Un novio para mi mujer, con sus problemas sobre el final, es tal vez lo mejor que ha hecho) y su trabajo como productor televisivo, con ideas que se parecen sospechosamente a otras y que se repiten hasta el hartazgo. Este verano me tocó verlo en una adaptación teatral de la película El año que viene a la misma hora: el tipo, escaso de recursos, convierte un drama romántico sobre el paso del tiempo y la posibilidad de otro tipo de amor en una comedia mala de Francella. Y lo ovacionaban de pie. Hay que reconocer que Suar, con el tiempo, logró soltarse y adquirió algunos tics efectivos. Pero eso no lo hace mejor, sino apenas funcional. Lo mismo se puede decir de un mueble o un aplique.
En realidad uno viene a hablar de Igualita a mí. Pero lo que motiva este arranque son algunas cosas leídas por ahí, que dejan pasar desvergonzadamente el conservadurismo y atraso en sus ideas de esta comedia discreta, y se dejan embaucar por los encantos de un tipo como Suar y porque “bueno, éxitos como estos son los que precisa la industria”. Uno ve, lamentablemente, cómo la crítica de cine en el país se va achicando en sus posibilidades y se convierte en mera socia del suceso, incluso con miedo de caer antipática al público. Sería bueno que los comentarios cancheros sobre las últimas malas comedias de Adam Sandler se escuchen también sobre productos como este. Sería bueno, también -y para ser un poco frívolos-, que los chistes que se hacen sobre las caras brillosas de Jennifer Aniston, Meg Ryan o Nicole Kidman, argumentos que se usan para ¡hablar mal de las películas!, se repitan acá, con la misma sorna, al ver los mofletes de Suar.
Pasada la calentura, digamos que Igualita a mí confirma, lamentablemente, todo el prejuicio que uno podía tener con una película como esta cuando leía la sinopsis. Digo lamentablemente porque Diego Kaplan, su director, había realizado una película interesante como ¿Sabés nadar? y se había desmarcado en la televisión con productos que se corrían un poco de la norma. Sin embargo aquí se manda una que Luis Sandrini o Palito Ortega hubieran querido hacer: porque si bien el discurso es igual de conservador y condenatorio contra todo lo que se corra de una idea de familia, es indudable que la película tiene una pericia técnica y un par de actuaciones secundarias de buen nivel, incluso con pasajes de buen timing cómico.
Mientras miraba Igualita a mí hacía un ejercicio mental y pensaba en los caminos que podía tomar un film como este para ser, digamos, mejor. Por un lado pensaba en las primeras comedias de Adam Sandler, donde el tipo fuera de norma estaba realmente fuera de norma y no era alguien que se teñía el pelo (parece que en el acto teñirse el pelo -por lo demás una idea ya vista hace 40 años- se esconde uno de los mayores atentados contra la vida burguesa) como mayor provocación, y donde su reubicación dentro de lo razonable se daba no sin una catarata de chistes memorables sino además con, valga la redundancia, razonabilidad y coherencia, sin maltratos a los personajes. El final feliz era una consecuencia, no una imposición.
Por otra parte, teniendo en cuenta el tema del embarazo no deseado, en este caso por partida doble (él se entera que tiene una hija mientras ella descubre que está embarazada), pensaba también en Juno y cómo allí se abordaban, desde la perspectiva de una adolescente, temas como la paternidad, la adopción, con una inteligencia y una profundidad envidiables. Pedirle tal vez a Igualita a mí nivelarse con una de las diez mejores películas norteamericanas de la década sería algo injusto, pero al menos uno pide determinada reflexión sobre los temas que se abordan o que, mínimo, las reflexiones a las que se lleguen no estén en consonancia con una sociedad de la década del 50. Suar (Freddy), un juerguista que vive de noche y quiere estar bien lejos de la idea de ser padre y esposo, decide hacerse cargo de la situación, básicamente, porque sentado en un café ve pasar a un abuelo de la mano de su nieto. La ramplonería, cursilería y sensiblería de los últimos 15 minutos de esta película son intransitables.
Típica película dividida en dos -donde la primera parte nos muestra lo gracioso y supuestamente desaforado del asunto para luego caernos con todas las de la ley y bajarnos línea-, el problema fundamental es que ninguna de esas mitades están bien manejada: la comedia descontrolada que podría haber sido sucumbe ante la reiteración de Freddy bailando en la disco, tiñiéndose las canas, levantándose tarde, como si todo eso fuera terrible. Y lo curioso del caso es que Freddy parece ser bueno en su laburo. Entonces ¿por qué se lo condena? Más lamentable es cuando es evidente que detrás de cámaras hay un tipo competente que sabe filmar y hasta manejar una situación humorística: ejemplo, aquella escena en la que Freddy confiesa a sus padres y su hermano que tiene una hija. Pero la falta de más momentos como este imposibilitan que uno tenga algo de lo que agarrarse cuando la monserga se venga. Esta gente no aprendió nada de comedias desparejas como Los rompebodas o Navidad sin los suegros, que padecían problemas similares.
El final, está dicho, es lamentable. La aparición de la madre de la hija de Suar abre nuevas posibilidades al desagrado. Igualita a mí incorpora la misoginia (no hay mucha diferencia entre alguna situación de cama con aquella “gorda lechona” de Emilio Disi) y, en el caso del novio de Aylín (Florencia Bertotti), una burla al hippie no sólo discriminatoria sino además retrógrada. Y ahí aparece otra comparación: el “yo mantengo a todos estos vagos” que tira Freddy (que será fiestero pero no fuma porro, eso está claro) sobre el final sin dudas impactará festivamente en el público de clase media que se pueda acercar a este bodrio. Pensar en la alegría fumona que destila Pájaros volando, comedia nacional estrenada la semana pasada y cabal representante de otro público, y en cómo cada una retrata a esos mochileros es no sólo pensar en dos formas diferentes de hacer cine sino también en dos formas diferentes de país. Y yo ya sé en cuál quiero vivir.