Tony Scott sabe que el cine es también acción y movimiento, y que esas acciones y esos movimientos definen a las personas. Un tren cargado de químicos vuela accidentalmente a toda velocidad; otro tren, conducido por dos tipos que no se llevan del todo bien –hay razones sociales– andando al revés debe frenarlo antes de que ocurra un desastre; con ello el realizador de “Déjà-Vu” cuenta un mundo hecho de movimientos físicos, de imágenes fugaces, pero siempre comprensibles. El resultado es el vértigo literal, pero también metafísico: el temor por el abismo, por la muerte acercándose irremediable –o casi– a tremenda velocidad.
Hay otra virtud en el cine de Tony Scott, una que es invisible ante la furia visual y el montaje jadeante: es un gran director de actores. Sus personajes son, siempre, seres humanos comunes en un contexto monstruosamente extraordinario. Ahí están el mundo cotidiano, la zoncera de las instituciones y las pequeñas corrupciones cotidianas –el personaje de Chris Pine es un pibe que entra “acomodado” al ferrocarril, el de
Washington, un tipo que puede perder el laburo–. Pero ante el monstruo que aparece de cualquier forma sólo cabe encontrar al héroe épico que –más que decir,
Scott muestra– todos llevamos dentro. Para eso es necesario un Denzel Washington, ícono de todos estos films. Scott es, pues, pensamiento expresado en acciones, la reflexión por el camino de la más tremenda de las diversiones.