El hombre y la máquina
El movimiento se demuestra andando, dice la máxima. Y de un tiempo a esta parte, pareciera que Tony Scott se ha impuesto certificarla empíricamente. Imparable, su nuevo film, destina casi todas sus posibilidades de disfrute a lo placentero del movimiento, del vértigo: mientras un tren se desboca y sale disparado, sin conductor, a cien kilómetros por hora, sus dos protagonistas -Denzel Washington y Chris Pine, o Frank y Will- permanecen sentados, charlando, en la máquina de otro tren que avanza por otra vía. Por eso, porque no hay mucho más durante los 98 minutos que dura, será necesaria la capacidad del espectador para sentir placer por este bodoque de chapa que avanza imparablemente y que promete estrellarse contra las vidas más o menos rutinarias y en crisis de los dos protagonistas.
Convengamos, Imparable es un título autoconsciente y, a la vez, un poco arrogante. Sin embargo, Scott ha venido experimentando -sobre todo en sus dos últimas películas; Rescate al metro 123 y esta- en el marco de un estilo narrativo bastante ampuloso, con planos que duran nada, cámaras que toman desde múltiples puntos y una fotografía empalagosa, un achicamiento de los universos a retratar para centrarse efectivamente en los personajes y el cuento. Y en las consecuencias que traen para los primeros cruzarse con lo segundo. De hecho, se ha centrado en personajes que representan a la clase trabajadora, tipos simples que deben enfrentarse a hechos fantásticos. Si en Rescate al metro… se introducía lo político con el personaje de James Gandolfini, aquí casi suprime este elemento por completo.
En realidad está el personaje de Kevin Dunn, el despreciable dueño de la empresa de ferrocarriles que quiere salvar la ropa aún a costa de perder vidas, que vendría a representar el cinismo institucional contra la nobleza de los héroes de la clase trabajadora. Es una ligera concesión del director para agigantar aún más la proeza de nuestros protagonistas: a los que debemos sumar a la Connie de Rosario Dawson. Sin embargo, en el epílogo cuando todo se solucione, tal vez por primera vez en el cine de Scott los órganos institucionales brillan por su ausencia. En Imparable la policía resulta bastante inútil y no aparecen los típicos funcionarios políticos tomando decisiones de vida o muerte. Imparable es extraña porque deja filtrar, entre momentos heroicos y escenas imposibles de acción y gran impacto, un cierto aire de decepción y frustración sobre el desamparo que sufre la gente común. Más allá del falso happy ending, hay algo de tristeza y melancolía que muerde a toda la película.
Seguramente Imparable, como todo el cine de Tony Scott, no es perfecta. Como es habitual, Scott no puede dejar de mover la cámara. El problema en esto es que en una película como Imparable hay que establecer criteriosamente niveles de peligro: no puedo filmar a un tipo charlando en un bar como filmo a un tren descarrilándose. Y aquí todo es igual, vertiginoso, por momentos innecesariamente hiperactivo. Si bien es cierto que hay un ritmo constante, se trata nada más que de fuegos de artificio. Si hay algo que condena a Imparable, en contrario a otros buenos films del mismo Scott como por ejemplo Marea roja, Enemigo público o Deja vu, es su inmediatez, su escasa proyección más allá de lo que pasa en la pantalla.
Y hay algo más. Esto no es novedad, pero en una película que pone su contrapeso a la acción en las sendas crisis familiares y afectivas de los protagonistas, la ramplonería emocional de Scott le resta interés a los dos personajes centrales. Scott es básico: un padre ama a su hijo casi por un amor irracional, que no se entiende y es más epidérmico que otra cosa. No existe otra posibilidad en su cine. Entonces, así como uno sabe que el tren no se estrellará también sabe que los problemas familiares se solucionarán invariablemente. En sí no hay problema en esto, ya que todo depende de cómo se muestre. Y Scott es un tipo más hábil para crear acción e impactar al espectador que para edificar lazos reales y creíbles entre sus personajes o, al menos, mínimamente complejos.
Por eso, Imparable encuentra sus mejores momentos en la última media hora, allí donde el hombre y la máquina deben resolver sus problemas. En esa operación, posiblemente Scott, aún no siendo su mejor film, encuentre su relato más honesto hasta el momento. Imparable es un estado óptimo de entendimiento entre el director y las herramientas con las que cuenta y, también, una sencilla exposición de la lucha entre lo físico y lo maquinal. Una ecuación que no por conocida deja de tener su moderado placer.