Cumple y dignifica
Dios bendiga a Tony Scott. Ya sé, suena cursi y ridículo decir esto del director de Top gun, Días de trueno y Marea roja, pero en este momento lo siento así. ¿Tienen idea de lo afortunados que somos de tener un director como él hoy en día? En este mundo de posmodernos cancheros, de “nos hacemos los cool con camaritas digitales y mil cortes por minuto y fotografía súper canchera y encuadres raros”, Tony Scott constituye un oasis, el de la sofisticación, el profesionalismo y la confianza para saber dónde hay que estar parado para contarnos una historia.
Pero acá viene lo gracioso de este asunto, porque Tony Scott es efectivamente un cineasta posmoderno, su fotografía es súper canchera y sus películas (sobre todo desde Juego de espías en adelante) suelen tener mil cortes por minuto. ¿Cuál es la diferencia entonces entre los chicos cool y el cine de Tony? Es el oficio, básicamente. Mientras que los Guy Ritchies de este mundo se regodean con la técnica y el esteticismo visual al punto de ponerlos por encima del relato, Tony Scott los utiliza como auténticas herramientas de narración, como medios para un fin, y ese fin en todo su cine es el de generar adrenalina constantemente. Es por eso que cada vez que encuentro Hombre en llamas, El último Boy Scout o Enemigo público haciendo zapping me quedo enganchado aunque las haya visto mil veces, no porque quiera encontrar detalles que no vi antes, sino porque me siento arrastrado por la velocidad y la pulsión constante que generan sus películas.
En este marco, la historia de un tren cargado de explosivos que avanza sin freno alguno y debe ser detenido antes de que estalle en un pequeño pueblo es ideal para las sensibilidades de Scott, y vaya si lo hace notar. Con su fiel protagonista Denzel Washington al frente del asunto, el realizador saca a relucir todo su arsenal visual para narrar los esfuerzos de dos operarios de trenes por intentar frenar a toda costa este auténtico demonio sobre rieles. Con sus múltiples cámaras captando la acción desde varios puntos de vista, un montaje frenético e innumerables planos de reacción –tanto de noticieros como de los personajes secundarios- de lo que sucede en pantalla, Scott filma la acción como si estuviéramos viendo la dramática final de un mundial de fútbol.
Ese carácter épico que le imprime al relato (pero se trata de una épica donde la acción es la única protagonista), esa apuesta a que todo lo que sucede delante nuestro parezca creíble y auténtico por mas ridículo que sea, es lo que separa a Imparable de cualquier película pochoclera que se haya estrenado en este último tiempo. Y eso se debe solamente a la habilidad y el timing de Scott como narrador para saber cuándo apretar el acelerador (que lo hace mucho acá) y cuándo meter el freno de mano para desarrollar a los personajes (aunque aquí es lo que menos importa).
Pero hay un pequeño mérito más que hace de Imparable una película especial dentro de su género, y es que los héroes del film no son gente importante ni especial, son simplemente laburantes, hombres pertenecientes a la clase trabajadora norteamericana que sienten la misión como un deber a cumplir, como algo que hay que hacer y punto, sin redenciones ni segundas oportunidades. Ese profesionalismo de los protagonistas se puede comparar con la carrera de Tony Scott, un director que hace su trabajo con solvencia y eficacia, aunque se trate de llenar un tren con explosivos, filmar esa bomba a toda velocidad y salir sano y salvo.