"Imperio de luz", el cine como telón de fondo de la segregación
La película del director británico es un melodrama correcto y prolijo en donde el cine, como tema, es apenas el condimento de una historia de discriminación y pérdida de inocencia.
Desde sus primeras exhibiciones públicas en los festivales de Telluride y Toronto, en septiembre del año pasado, viene hablándose de Imperio de luz como “la Cinema Paradiso de San Mendes”. A priori no faltaban motivos: se trataba, como la reciente Los Fabelman, de una mixtura entre homenaje al cine y recuerdos personales de un realizador de renombre como el británico, quien luego de comandar grandes producciones como la bélica 1917 y dos películas de James Bond volvía a un universo más íntimo a través de una historia cargada de nostalgia acerca de un grupo de personajes quebrados que encuentran refugio en un lujoso complejo de exhibición art deco. Lo cierto es que eso, valga la cacofonía, no es del todo cierto.
Se trata, en todo caso, de un melodrama correctísimo y de una prolijidad superlativa, pero cocinado al calor de la búsqueda de un agrado colectivo capaz de traducirse en premios. Si bien la primera secuencia es una serie de imágenes fijas de las distintas partes que conviven en el funcionamiento de una sala –desde la máquina de hacer pochoclo hasta las alfombras rojas, pasando por la sala de proyección–y durante las dos horas de metraje se acumulan referencias a no menos de una docena de películas, el cine aquí es apenas un condimento, el telón de fondo para hablar de, ay, la segregación y una suerte de pérdida de inocencia sobre el tema de la protagonista. La ausencia en los principales rubros de las ceremonias más relevantes de la temporada de alfombras rojas –solo está nominada a Mejor Fotografía en el Oscar, por ejemplo– demuestra que la apuesta no resultó como se esperaba.
A diferencia del alter ego de Steven Spielberg en Los Fabelman, que veía con partes iguales de pasión y capacidad analítica cuanta imagen en movimiento le pasara ante los ojos, Hilary (Olivia Colman) no ve ni una película, aunque trabaje como boletera en el Empire, un complejo ubicado en la costa de una ciudad inglesa que supo tener tiempos mejores, como demuestran los espacios que acumulan polvo a raíz de la baja de público. De aquella época lustrosa sobrevive también un staff integrado por un par de acomodadores, el proyectorista Norman (Toby Jones, a cargo de la inevitable referencia a la “magia” que hace los fotogramas cobren vida al pasar por el haz de luz) y el jefe (Colin Firth), un tipo abusivo que hace las veces de villano.
El contexto no es el mejor: el almanaque marca el año 1980 y la crisis económica golpea con fuerza a una superpotencia que veía cómo el Estado de Bienestar se esfumaba a fuerza de austeridad y nuevas configuraciones geopolíticas. Pero Hilary tiene sus propios problemas. Un desequilibrio emocional que la vuelve solitaria y temerosa ante todo y todos, por ejemplo, además de ser una asidua consumidora de medicamentos. Así es hasta la contratación un nuevo empleado, Stephen (Micheal Ward), un jovencito voluntarioso que sueña con estudiar Arquitectura, pero no puede porque es negro. Su llegada cambia, por un lado, la energía vital de Hilary, que se acerca al principio de manera amistosa para luego pasar a los bifes. Y, por otro, la lógica que hasta ese momento venía construyendo el guion Mendes, en tanto de allí en adelante abraza los tópicos de los romances imposibilitados por varias situaciones.
Entre esas situaciones asoma con cada vez más fuerza la segregación. Poco después de conocerlo, Hilary ve cómo a Stephen lo verduguea un grupo de skinheads convencidos de que los afroamericanos “les roban el trabajo”. Un poco más adelante, volviendo de una escapada a la playa, él se incomoda ante un pasajero que mira torcido cómo abraza a una mujer blanca. En vísperas del final, una turba enardecida destruye el cine y se ensaña particularmente con el muchacho, que termina internado. Tres postales que hacen que Hilary se dé cuenta que el mundo es mucho más problemático que su entramado emocional. Tres secuencias del pasado que vuelven al presente teñidos de corrección política.