TODO EN TODAS PARTES AL MISMO TIEMPO
A Sam Mendes las películas se las suele hacer el director de fotografía: Imperio de luz es otra demostración de las capacidades del enorme Roger Deakins para iluminar la escena y, desde ahí, sostener una idea que es visual y física. Ese tono melancólico es el que aprovecha bien, por un rato, el director de Belleza americana, centrándose en una mujer con problemas para sociabilizar que trabaja en un cine en la Inglaterra de comienzos de la década de 1980; personaje al que Olivia Colman le aporta toda su intensidad y que la película toma como punto disruptivo de un universo mayormente placentero. La idea del cine como refugio es sí un lugar común, pero hay algo evocativo y personal que atraviesa esos primeros minutos que hacen de la experiencia algo gratificante, casi como si fuera un cuento.
Entonces, por un rato, Imperio de luz se concentra en un grupo laboral y un espacio físico, ese cine, que funciona como gran locación. Pero como Mendes casi nunca se queda contento con demostrar que puede contar bien apenas un simple cuento, comienza a sumarle capas a su película, que se abre en subtramas y representaciones hasta confundir el punto de vista: con el ingreso al staff del cine de un muchacho negro que padece discriminación, el film perderá el norte y no se sabrá cuál película de todas las que tiene ahí dentro está dispuesto el director a contar, aunque siempre se nota movilizado por tachar múltiples casilleros en la agenda actual: ¿es una película sobre el cine? ¿Es una película sobre cómo los viejos cines sucumbieron en las fauces del capitalismo de las multisalas? ¿Es una película sobre la salud mental? ¿Es una película sobre el amor entre una mujer madura y un joven? ¿Es una película sobre los problemas raciales de la Inglaterra de Thatcher? ¿Es una película evocativa sobre el pasado, a pesar de sus sinsabores? No se sabe. A veces es solo una cosa. A veces intenta ser todo junto.
Lo cierto es que luego de ese comienzo concentrado en tiempo y espacio, Imperio de luz se abre, aunque más que abrirse se desparrama, se extiende incómodamente hasta volverse bastante irritante en su búsqueda de prestigio, de premios y de pedidos de disculpas. Como dijo Guillermo Colantonio, parece una película hecha por Mendes para disculparse por Belleza americana. Todo esto genera, además, que la película avance hacia múltiples finales, que se suceden estirando el relato y perdiendo en el camino la oportunidad de cerrar con ese supuesto leitmotiv que es el cine. No deja de ser curioso que si bien Mendes elige el espacio físico de un cine (para el director el recuerdo es con el edificio, nunca con las películas, lo suyo es la arquitectura y la decoración antes que el cine) el mismo nunca adquiera verdadero peso dentro del relato, nunca termina de hacer sistema con los conflictos de los protagonistas.
Perdón el spoiler -y la digresión de este último párrafo-, pero en determinado momento al personaje de Colman le dicen que vea una película en la sala, una experiencia que nunca se animó a atravesar a pesar de trabajar en un cine. Claro que va y lo hace y Mendes construye, más allá del cliché, un pequeño momento emotivo del que nunca se percata que es el verdadero final de su película. Pero Imperio de luz sigue, sigue y sigue… Por favor ¡no la toques de nuevo Sam!