Las enormes puertas del cine Empire se abren ante la llegada de Hilary (Olivia Colman), su férrea custodia. Sus enormes cortinados, las salas repletas de butacas rojas y aterciopeladas y las lucecitas que decoran la boletería anuncian los retazos de grandeza de una era pasada. En la costa de Kent, el Empire no es solo el testimonio de una vida anterior de glamour y vitalidad, sino la extraña premoción de un fantasma que aguarda en el piso superior. Estamos en los años 80, en los albores de la era Thatcher y a la espera de los cambios radicales que atravesará el Reino Unido, tiempo de enfrentamientos raciales, de disputas ante un sombrío devenir.
Pero Imperio de luz no es tanto una historia sobre la crisis del cine o la nueva era social en Gran Bretaña sino el atisbo de ese mundo extraño e incomprensible filtrado por la mirada de su protagonista. Hilary cumple día a día sus horarios, las visitas al médico, las comidas en soledad, las medicinas que la mantienen contenida. Le huye a las películas que proyecta el Empire como a la vida que se asoma más allá de las puertas del cine. Experimenta el sexo con su jefe con culpa y sumisión, esquiva festejos y celebraciones, es la primera que llega y la última en irse. Pero un día las cosas cambian, cuando un nuevo empleado llega al Empire: Stephen (Michael Ward), un joven negro, simpático y lleno de esos sueños que Hilary había dejado hace tiempo en el camino.
Sam Mendes propone en Imperio de luz la expresión de su propia melancolía mezclada con la conciencia social de aquel pasado visto desde el presente. Todo eso en una historia pequeña y algo abarrotada, que se engrandece gracias al extraordinario trabajo de Olivia Colman y a que detrás de su pretensión hay verdaderos sentimientos. Mendes puede tener más ambiciones que talento, pero no es un director tramposo o deshonesto, sus mundos se adhieren a superficies brillantes, a temas importantes, y a veces se quedan sin remedio a mitad de camino. Aquí Hilary se erige como el centro de su mirada, y los misterios sobre su pasado, aquello que la condujo a los controles médicos y las recetas, se retiene como un giro argumental cuando debería ser la materia viva para entender su historia.
Y después está el cine, que no pretende ser el escenario solo de un homenaje sino una ventana a los recuerdos propios: las películas que desfilan en las funciones, las que emocionan a Hilary por primera vez, las fotos que guarda el proyectorista interpretado por Toby Jones en su cabina, son parte de la memoria privada de Mendes antes que aquellas que determinaron su vocación profesional. Por ello cuando la mirada de la película deja a Hilary para asumir la perspectiva de Stephen, el contexto de los enfrentamientos raciales, los dilemas de su educación o la relación con su madre, el relato se torna demasiado prosaico, más deudor de una agenda social que impulsado por una nostalgia genuina.
Imperio de luz es disfrutable cuando contagia la encandilada mirada de Colman al espectador, cuando su historia se hace carne y dolor, cuando el cine que descubre nos despierta la pasión.