El dolor de los otros.
Incendies camina sobre el filo de la navaja entre la tragedia contemporánea y el thriller familiar, entre los lugares comunes del cine más prestigioso de Hollywood y una narración afianzada en la tradición literaria. La película fascina y exaspera al mismo tiempo. Denis Villeneuve reflexiona sobre la muerte, la reconciliación, la identidad y la confrontación intergeneracional. La crónica familiar del comienzo da lugar rápidamente a una tragedia cargada de conflictos políticos, sociales y religiosos, con hijos ilegítimos, asesinatos sangrientos, venganzas y violaciones, que desembocan en una reinterpretación trash del mito de Edipo con grandes títulos en letras mayúsculas de color rojo sangre.
La película cuenta la historia de dos gemelos canadienses que descubren, tras la muerte de su madre, que tienen un padre y un hermano en Medio Oriente. Lanzados sobre sus rastros, descubren el pasado de su madre, Nawal Marwan, en un país árabe destrozado por la guerra entre musulmanes y cristianos. Entre flashbacks y vueltas de tuerca dignas de una telenovela sensacionalista, el director ordena un tour de force narrativo que, gracias a la omnipotencia del guión, completa todos los casilleros y no deja ninguna zona de sombra. La repetición de los planos de choque, la superabundancia de música occidental en Medio Oriente (Radiohead a fondo con imágenes en cámara lenta) y el abuso de los primeros planos generan una explotación del dispositivo emocional que atrae la simpatía, el drama y las lágrimas pero aleja el misterio y la intensidad.
Denis Villeneuve licúa el horror en beneficio de la belleza del plano. La escena de la explosión del colectivo resume sus intenciones. Un niño corre de un lado a otro de la pantalla hasta que, sobre el final, un hombre de la milicia cristiana lo ejecuta por la espalda. Luego, por un raccord de movimiento, vemos como Nawal Marwan hunde sus rodillas en la tierra. Enseguida, por un corte franco y un salto de eje de 180 grados, la vemos inmóvil y aturdida, al costado del colectivo incendiado. El rostro de la actriz, con los cabellos al viento en primer plano, revela un hilo de sangre perfectamente centrado en su mejilla, mientras una impresionante columna de humo negro se desprende del colectivo en llamas en el fondo del cuadro. El equilibrio impecable de la composición y la espléndida fotografía conforman un espectáculo visual que obnubila y deja en un segundo plano lo que representa: personas (muchas de ellas aún vivas) quemándose en un colectivo. La matanza queda eclipsada por la cosmética, por la belleza plástica de la imagen y por el sufrimiento sugestivamente encuadrado.