Historia con la fuerza de una tragedia griega
Montreal, oficina del escribano Jean Lebel, cuya vieja empleada acaba de morir, tras pasar sus últimas semanas hundida en quién sabe qué reflexiones. Ella dejó a sus hijos un testamento estremecedor, pese a los esfuerzos del propio notario para disuadirla. Ahora, él toma esa última voluntad como algo casi sagrado, y cuidará que se cumpla: los hijos deberán hallar al padre, a quien desconocen y suponían muerto, y al hermano mayor, cuya existencia simplemente ignoraban. Como se ve, la madre nunca les contó ciertas cosas. El detalle es que era una refugiada. Ellos crecieron en Canadá, pero nacieron en un país del Cercano Oriente, al que ahora habrán de conocer.
La historia es impresionante, con el atractivo de los viejos relatos de intriga y el espanto de las noticias más o menos contemporáneas de guerra. En este caso, aunque la obra no lo diga nunca, y bautice con nombres ficticios los diversos lugares donde transcurre, es evidente que alude a la guerra civil libanesa de los 70 y 80 entre musulmanes y cristianos maronitas, con los palestinos refugiados en los campos como chivo expiatorio. ¿Por qué no lo dice? Pues, porque aquello fue tan enredado, con tantos grupos y grupúsculos de variable posición, que no valía la pena andar confundiendo al espectador. Lo importante es que el odio era inmenso, las revanchas continuas, la paz despreciada. Por otra parte, esto bien pudo haber ocurrido en los Balcanes, Ruanda, Colombia, cualquiera de esos lugares donde una chica enamorada de quien no le conviene sufra lo que no se merece, se endurezca hasta convertirse en otra persona, y al mismo tiempo guarde en su interior un corazón de madre. Suficiente con eso.
No corresponde contar demasiado, ya que aquí vamos de sorpresa en sorpresa igual que los hijos, que al final descubrirán al padre y al hermano, y también su verdadero origen, pero sobre todo descubrirán quién era su madre, y de qué madera estaba hecha. Lo único que cabe anticipar es el buen nivel de las actrices Lubna Azabal y Mélissa Désormeaux-Poulin (no hace falta decir qué personaje hace cada una), y el preciso manejo del director Denis Villeneuve, que hábilmente nos hace pasar por alto algunos detalles ajenos a la propia lógica de la historia, empezando por la referida exigencia testamentaria. Ni hablemos de la resolución, que analizada en frío se hace medio inverosímil, pero así como se presenta tiene la fuerza de una tragedia griega y la aceptamos totalmente.
A señalar, también, las alusiones teológicas en la mención de dos problemas matemáticos (Siracusa y Chanisberg) y la libertad habida en la adaptación: nadie sospecharía que esta película se basa en una obra teatral de puros monólogos poéticos (la hizo el líbano-canadiense Wajdi Mouawad y también es buena). En resumen: obra fuerte, con algunas trampitas, realmente bien hecha. Fue candidata al Oscar por mejor film extranjero, en marzo último.