Mi ángel de la guarda es un gato negro
Se puede decir mil veces, un montón de veces; todas las que sea necesario. Las películas de Asia Argento se parecen a muy pocas cosas, o se parecen a cosas que hemos visto cada tanto, no siempre bien; imágenes que miramos pero que a su vez nos miran, incluso torvamente, malencaradas, amenazantes, y a la vez inesperadamente bellas y estimulantes; imágenes desde lo profundo de un cine sin compromisos ni legitimación plena: duro, sentimental, chillón, un poco cruel, un poco sin concesiones. Imágenes destinadas a tocarnos un nervio que acaso desconocíamos –una “fibra íntima”, podríamos decir, pero de verdad, decidida a impugnar de plano los lugares comunes de la emoción–, capaces de entramparnos en un abrazo de oso o empujarnos fuera de la sala, fuera de la pantalla, del otro lado del trago fuerte, mucho más allá del espanto y la risa. En suma, se trata nada menos que de la emoción: luz, color, movimiento, sonido, música; o sea el cine. Asia Argento es el cine, como lo son o lo han sido otros; no tantos, después de todo. Incompresa lo dice todo en el título, casi no hace falta decir más. La niña incomprendida de marras podría pertenecer a la estirpe de las criaturas del cine que no encajan, las que son legión en una parte especialmente apremiante de eso que con alevosía y devoción llamamos “cine moderno”: niñas desarrapadas y tristes, lúcidas sin atenuantes; perplejas e inermes, pero inconsolablemente indestructibles; chicas que quisieran morirse pero que también quieren vivir, despertar dentro de un cuento de hadas y saber que pueden esperar un hogar, un pase de magia luminoso, acaso una alegría repentina e insensata, un gesto de cariño capaz de ser juzgado irrefutable. En cierto modo, Argento hace una película de eso que casi parece una especialidad francesa –son muchos los nombres que se pueden mencionar, con las prevenciones del caso, desde La fille de l’eau de Renoir, hasta Mouchette y de ahí en adelante – agregándole un talante italiano que todo el tiempo parecería bordear el espasmo y la parodia. La chica protagonista se llama Aria, tiene unos nueve años, es bella como ella sola y en la primera escena está perdida en la mesa familiar. La madre está sirviendo la comida y tira sin querer las albóndigas en la falda de su marido quemándole las manos. El hombre, un actor en decadencia, ex estrella, supersticioso e histérico, la llama aparte y la golpea concienzudamente fuera de la vista. La madre, después, le pega a Aria: un solo cachetazo a cuenta de una nimiedad, una contestación a medias o algo, que le parte el labio. Más tarde va hasta su cama, abraza a la niña con todo el amor del mundo y le da un beso de buenas noches. Algo del cine de Argento se encuentra en esa sucesión de escenas, ese remolino en el que fluyen emociones encontradas, en apariencia inexplicables. El tono grotesco de algunas secuencias se solidariza con los fragmentos inesperados de canciones, los cambios repentinos de registro en las actuaciones y los actos inmotivados de la mayoría de los personajes, sobre todo de los adultos. Aria aguanta todo; al otro día marcha a la escuela tan campante con el labio hinchado. Cada tanto, su voz en off revela una inteligencia dolorida que se resigna estoicamente a la desdicha y un alma de poeta en potencia, capaz de tomar nota del desquicio que la rodea pero impotente para torcerlo a su favor. El padre descubre una infidelidad y se va de la casa. La hija más grande, una adolescente, se va con él y en varias escenas se sugiere con una ligereza sorprendente una predilección incestuosa del padre por la hija a la que llena de regalos y atenciones. La pequeña Aria queda en el medio, castigada, olvidada y subestimada en partes iguales. En una oportunidad la madre la echa de la casa y debe marchar junto a su padre; luego es el padre el que la echa y debe pasar la noche afuera, con un grupo de punks competentes, fumando porro y durmiendo a la intemperie. Argento registra todo con un espíritu impasible, cerca de la sensibilidad del pop, en el que se puede salir bailando de la situación más desfavorable, como si supiera que su criatura es demasiado fuerte para sucumbir y estuviera convencida de que puede soportar mucho más que eso. La niña se consigue un gato negro que lograr hacer entrar en la casa para espanto del padre idólatra que se agarra las partes bajas y se aleja rápidamente. Cuando lo abraza y el ronroneo llena toda la pantalla, la voz en off susurra satisfecha, sin la menor nota lastimera, palabras de una chica de nueve años: “Una de mis hermanas lo tiene a papá, mi otra hermana la tiene a mamá, y yo te tengo a vos”. Incompresa exhibe la perversidad de un cuento infantil animado súbitamente por un grito de dientes apretados propio de la filosofía punk: no importa nada, aguantemos, rompamos todo. Podemos llorar, porque somos chicos, no tenemos tanta fuerza y estamos solos, pero eso no puede durar mucho tiempo porque hay que seguir y en algún lado nos esperan las canciones, la vida y acaso la muerte. Sobre todo –y es el quid de las películas de Argento– nos espera algo que no sabemos bien qué es.