ACERCAR Y TIRAR
Desde el rotundo triunfo comercial de Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal siempre se mantuvo la promesa de una quinta aventura del arqueólogo más icónico del cine.
Con la compra de Lucasfilm en 2012 por parte de la compañía más robusta en los procesos convergentes de concentración de propiedad de medios, las noticias sobre una nueva secuela estelarizada por Harrison Ford menguaron, con el foco absoluto en los lanzamientos de desprendimientos vinculados a la opera espacial que volvió famoso al actor en cuestión.
El primer estreno oficial había sido pautado para julio de 2019, hasta que el mismo se postergó indefinidamente, siendo esa fecha ocupada por ese proyecto insustancial -aunque billonario- que fue el live action de El rey león.
Recién para finales de febrero de 2020 se confirmaba que la quinta Indiana Jones sería la primera que Steven Spielberg no dirigiría, que ese lugar lo ocuparía James Mangold y que sería la aventura final protagonizada por Ford.
De Mangold es sobradamente sabido que dispone de una versatilidad similar a la de Spielberg a la hora de dominar y combinar diversos géneros cinematográficos, pero si hay un primer atisbo de comparación entre ambos realizadores establecido por Kathleen Kennedy –presidenta actual de Lucasfilm y productora asociada de las cuatro películas predecesoras- es por la dirección actoral de Christian Bale en Ford v. Ferrari, dirección que a ella le recordó al debut hollywoodense del galés: El imperio del sol.
Así se le abren las puertas a Mangold, quien no solo trae a Jez y John-Henry Butterworth para tomar riendas en el libreto que ya estaba puliendo David Koepp, sino que también le ceden su acreditación como guionista, algo que él había comentado en entrevistas de su largometraje anterior, constatando que “no solo dirijo mis películas, también las escribo, aunque no aparezca en los créditos”.
Pandemia de por medio, su doceava película tuvo que esperar año y medio para su rodaje y dos años más para estrenarse.
Indiana Jones y el dial del destino comienza en la Alemania de 1944 con una secuencia de 25 minutos en la que Harrison Ford es rejuvenecido digitalmente. Nadie que esté a la espera de la película desconoce esto.
En la conferencia de Cannes, Kennedy aseguró que la aplicación de dicha técnica es cosa de una vez porque solo la harían con la presencia del actor original y descarta por completo la posibilidad de precuelas con el rostro del actor a la edad que la cronología del relato lo precise. Claramente esa declaración, por parte de quien a la larga es la empleada de una corporación, no garantiza nada. Sin embargo, Ford y Mangold han sido más tajantes en entrevistas consecuentes. Emplear esta tecnología sin el consentimiento de personas que ya no habitan este mundo, o incluso no son consultadas estando vivas, no les parece ético en absoluto.
Siempre fue notorio que, cuanta menos luz disponga el plano, menos se distingue el artificio. No obstante, Mangold y compañía no titubean en presentarnos al protagonista con su cara iluminada por una linterna, exponiendo la artificialidad de la técnica sin ningún filtro. Pero, como todo buen director, sus películas nunca se reducen a las técnicas.
Con y sin doble de riesgo, a lo largo de esta primera y extensa secuencia se agotan todos los recursos posibles para acercarnos al Indiana Jones de la trilogía inicial a las pantallas de los cines actuales. Desde locaciones reales, hasta las más imposibles acrobacias impulsadas por efectos computarizados. Con la infaltable presencia sonora de John Williams y una sinfonía que es novedosa y a la vez un remix de pistas puntuales de todas las entregas anteriores.
Todo aquello sostenido por -y al servicio de- la introducción del dispositivo que da título a esta quinta aventura. Dispositivo del que no especificaremos su nombre real, pese a que el marketing de la película propiamente dicha ha cedido oficialmente a la anulación del secretismo, a través de spots televisivos y multimodales. Aunque sí destacaremos de este inicio extenso su plano final, en el cual un tren, con vagones repletos de reliquias nazis, es tomado por la bandera de Gran Bretaña, mientras que, por debajo de eso, un norteamericano le pasa a su aliado británico el verdadero tesoro de aquel supuesto motín. Ese gesto de convertir a la toma de la hegemonía cultural en un susurro -que ocurre a expensas de una potencia que expande sus horizontes al reconquistar su invención ferroviaria- es uno bien característico en la filmografía del director que viene de hacer una película de carreras… que nunca es solamente una película de carreras.
El dial del destino consta de un Harrison Ford que encarna inicialmente al doctor Henry Jones. Nada de “Indiana”, ni de “Junior”, ya ocupa temporalmente el lugar de su padre. Ya no trabaja para la Universidad de New Haven Connecticut, lo hace en la Hunter College, en Manhattan, con alumnos a los que les sirve su material de estudio “masticado”. Está perdido en la urbanización, es uno en la multitud. Paralelamente, su doble opuesto (Mads Mikkelsen), con el seudónimo de Schimdt (o, en inglés, Smith, el apellido que a Spielberg no le gustaba hasta que George Lucas lo cambió por el que ya conocemos) trabaja para el progreso científico, en proyectos espaciales. Es Helena Shaw (Phoebe Waller-Bridge), su ahijada, quien lo reencauza con el enigmático artefacto, dividido en dos mitades. Los personajes, divididos en dos bandos opuestos, recorrerán el mundo en busca de reunirlas para poner el aparato en funcionamiento, venderlo por beneficios particulares o destinarlo a un museo.
En el medio estarán las persecuciones a las que nos tienen acostumbrados, de las que sobresale la de los tuk tuk en Tánger. Tan ambiciosa como la de la jungla en la entrega anterior, con coreografías y puesta de cámaras impecables, salvo por la diferencia de que esta vez no se vieron en la necesidad de incorporar obstáculos e iluminaciones computarizados, lo cual le da lugar al director que representó la Le Mans ’66 para lucirse en todo su esplendor y ajustar cuentas con su predecesora.
Así como Laura en Logan se ve en la hazaña de unir el revólver –símbolo fálico por antonomasia del western- a la bala con la que su padre pensaba suicidarse para arrojarla y volarle los sesos al doble de este, así como el buzo rengo de esta película enseña que nadar es una cuestión de acercar y tirar (“enclose and pull”), Mangold espeja simétricamente las circunstancias de la primera secuencia con las del clímax. Más que a la manera de invertir roles, lo hace a través de un ciclo constante de rescates mutuos.
El factor nostálgico está, pero puesto de soslayo. El Indiana de 1969 apenas tiene una oportunidad de utilizar su emblemático látigo. La película se ocupa de acercar elementos conocidos de la saga para arrojarlos hacia acciones progresivas que conducen a resoluciones y problemas concatenados. Ni es la película de un anciano gruñón de camino al geriátrico, ni es la película de una mujer pudiente que busca robarle protagonismo y ponerlo en ridículo.
Es una película de Indiana Jones. Aunque, lamentablemente, hace meses se ha filtrado información correcta sobre las últimas escenas y hay quienes niegan todo esto sin haberla visto y probablemente nunca lo hagan. Como si el cine pudiera valorarse sin la necesidad de comprender la puesta en escena, solo valiéndose de data.
Harrison Ford y James Mangold, con la presencia de Steven Spielberg en la sala de edición (según lo confirma el director actual), tomaron la responsabilidad de darnos un final, el más bello posible, aplicando, de por medio, materiales históricos de gran trascendencia y con sus licencias ficticias pertinentes. Todo intento de revivir a la franquicia, a partir de acá, es una estafa.