ACERCAR Y TIRAR Desde el rotundo triunfo comercial de Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal siempre se mantuvo la promesa de una quinta aventura del arqueólogo más icónico del cine. Con la compra de Lucasfilm en 2012 por parte de la compañía más robusta en los procesos convergentes de concentración de propiedad de medios, las noticias sobre una nueva secuela estelarizada por Harrison Ford menguaron, con el foco absoluto en los lanzamientos de desprendimientos vinculados a la opera espacial que volvió famoso al actor en cuestión. El primer estreno oficial había sido pautado para julio de 2019, hasta que el mismo se postergó indefinidamente, siendo esa fecha ocupada por ese proyecto insustancial -aunque billonario- que fue el live action de El rey león. Recién para finales de febrero de 2020 se confirmaba que la quinta Indiana Jones sería la primera que Steven Spielberg no dirigiría, que ese lugar lo ocuparía James Mangold y que sería la aventura final protagonizada por Ford. De Mangold es sobradamente sabido que dispone de una versatilidad similar a la de Spielberg a la hora de dominar y combinar diversos géneros cinematográficos, pero si hay un primer atisbo de comparación entre ambos realizadores establecido por Kathleen Kennedy –presidenta actual de Lucasfilm y productora asociada de las cuatro películas predecesoras- es por la dirección actoral de Christian Bale en Ford v. Ferrari, dirección que a ella le recordó al debut hollywoodense del galés: El imperio del sol. Así se le abren las puertas a Mangold, quien no solo trae a Jez y John-Henry Butterworth para tomar riendas en el libreto que ya estaba puliendo David Koepp, sino que también le ceden su acreditación como guionista, algo que él había comentado en entrevistas de su largometraje anterior, constatando que “no solo dirijo mis películas, también las escribo, aunque no aparezca en los créditos”. Pandemia de por medio, su doceava película tuvo que esperar año y medio para su rodaje y dos años más para estrenarse. Indiana Jones y el dial del destino comienza en la Alemania de 1944 con una secuencia de 25 minutos en la que Harrison Ford es rejuvenecido digitalmente. Nadie que esté a la espera de la película desconoce esto. En la conferencia de Cannes, Kennedy aseguró que la aplicación de dicha técnica es cosa de una vez porque solo la harían con la presencia del actor original y descarta por completo la posibilidad de precuelas con el rostro del actor a la edad que la cronología del relato lo precise. Claramente esa declaración, por parte de quien a la larga es la empleada de una corporación, no garantiza nada. Sin embargo, Ford y Mangold han sido más tajantes en entrevistas consecuentes. Emplear esta tecnología sin el consentimiento de personas que ya no habitan este mundo, o incluso no son consultadas estando vivas, no les parece ético en absoluto. Siempre fue notorio que, cuanta menos luz disponga el plano, menos se distingue el artificio. No obstante, Mangold y compañía no titubean en presentarnos al protagonista con su cara iluminada por una linterna, exponiendo la artificialidad de la técnica sin ningún filtro. Pero, como todo buen director, sus películas nunca se reducen a las técnicas. Con y sin doble de riesgo, a lo largo de esta primera y extensa secuencia se agotan todos los recursos posibles para acercarnos al Indiana Jones de la trilogía inicial a las pantallas de los cines actuales. Desde locaciones reales, hasta las más imposibles acrobacias impulsadas por efectos computarizados. Con la infaltable presencia sonora de John Williams y una sinfonía que es novedosa y a la vez un remix de pistas puntuales de todas las entregas anteriores. Todo aquello sostenido por -y al servicio de- la introducción del dispositivo que da título a esta quinta aventura. Dispositivo del que no especificaremos su nombre real, pese a que el marketing de la película propiamente dicha ha cedido oficialmente a la anulación del secretismo, a través de spots televisivos y multimodales. Aunque sí destacaremos de este inicio extenso su plano final, en el cual un tren, con vagones repletos de reliquias nazis, es tomado por la bandera de Gran Bretaña, mientras que, por debajo de eso, un norteamericano le pasa a su aliado británico el verdadero tesoro de aquel supuesto motín. Ese gesto de convertir a la toma de la hegemonía cultural en un susurro -que ocurre a expensas de una potencia que expande sus horizontes al reconquistar su invención ferroviaria- es uno bien característico en la filmografía del director que viene de hacer una película de carreras… que nunca es solamente una película de carreras. El dial del destino consta de un Harrison Ford que encarna inicialmente al doctor Henry Jones. Nada de “Indiana”, ni de “Junior”, ya ocupa temporalmente el lugar de su padre. Ya no trabaja para la Universidad de New Haven Connecticut, lo hace en la Hunter College, en Manhattan, con alumnos a los que les sirve su material de estudio “masticado”. Está perdido en la urbanización, es uno en la multitud. Paralelamente, su doble opuesto (Mads Mikkelsen), con el seudónimo de Schimdt (o, en inglés, Smith, el apellido que a Spielberg no le gustaba hasta que George Lucas lo cambió por el que ya conocemos) trabaja para el progreso científico, en proyectos espaciales. Es Helena Shaw (Phoebe Waller-Bridge), su ahijada, quien lo reencauza con el enigmático artefacto, dividido en dos mitades. Los personajes, divididos en dos bandos opuestos, recorrerán el mundo en busca de reunirlas para poner el aparato en funcionamiento, venderlo por beneficios particulares o destinarlo a un museo. En el medio estarán las persecuciones a las que nos tienen acostumbrados, de las que sobresale la de los tuk tuk en Tánger. Tan ambiciosa como la de la jungla en la entrega anterior, con coreografías y puesta de cámaras impecables, salvo por la diferencia de que esta vez no se vieron en la necesidad de incorporar obstáculos e iluminaciones computarizados, lo cual le da lugar al director que representó la Le Mans ’66 para lucirse en todo su esplendor y ajustar cuentas con su predecesora. Así como Laura en Logan se ve en la hazaña de unir el revólver –símbolo fálico por antonomasia del western- a la bala con la que su padre pensaba suicidarse para arrojarla y volarle los sesos al doble de este, así como el buzo rengo de esta película enseña que nadar es una cuestión de acercar y tirar (“enclose and pull”), Mangold espeja simétricamente las circunstancias de la primera secuencia con las del clímax. Más que a la manera de invertir roles, lo hace a través de un ciclo constante de rescates mutuos. El factor nostálgico está, pero puesto de soslayo. El Indiana de 1969 apenas tiene una oportunidad de utilizar su emblemático látigo. La película se ocupa de acercar elementos conocidos de la saga para arrojarlos hacia acciones progresivas que conducen a resoluciones y problemas concatenados. Ni es la película de un anciano gruñón de camino al geriátrico, ni es la película de una mujer pudiente que busca robarle protagonismo y ponerlo en ridículo. Es una película de Indiana Jones. Aunque, lamentablemente, hace meses se ha filtrado información correcta sobre las últimas escenas y hay quienes niegan todo esto sin haberla visto y probablemente nunca lo hagan. Como si el cine pudiera valorarse sin la necesidad de comprender la puesta en escena, solo valiéndose de data. Harrison Ford y James Mangold, con la presencia de Steven Spielberg en la sala de edición (según lo confirma el director actual), tomaron la responsabilidad de darnos un final, el más bello posible, aplicando, de por medio, materiales históricos de gran trascendencia y con sus licencias ficticias pertinentes. Todo intento de revivir a la franquicia, a partir de acá, es una estafa.
ELEONORA, LAS MAQUINAS VOLADORAS Y LOS CONDUCTORES TERRENALES Noche de año nuevo en la ciudad de Baltimore. Una serie de homicidios silenciosos embestidos desde un mismo punto de ataque. 29 víctimas eventuales. Un helicóptero instiga a la ciudadanía más cercana para que apague sus luces, se aleje de sus ventanas y no abandone su vivienda porque: “Esto no es un simulacro”. Así, en sus primeros cinco minutos, Misántropo nos invita a descartar el sustantivo con el que más se asocia la obra completa de Damián Szifron desde sus comienzos, aquel que en Argentina hemos acuñado a partir del cuarteto más emblemático de nuestra ficción local. Más que una convocatoria a desestimar el recorrido previo del propio director, es el disparador absoluto para poner en función al punto de vista en su primer relato -esencialmente- angloparlante. La declaración viene desde arriba, desde el aire, por fuera de campo y por parte de la institución policial. En campo está una representante de dicho cuerpo (Shailene Woodley) que, en apariencia, se ocupa de cumplir esas órdenes: aparta a los residentes de las ventanas y apaga todas las luces, con la excepción de las que están en el árbol navideño; aparece Haley Miller, el alma más joven de la familia, y nuestra heroína se presenta como “Eleanor”, su nombre de pila. Eleanor -o Eleonora, del griego “luz”-, que sube 17 escalones portando una linterna para acceder a la localidad el homicida, es identificada como “Falco” por el oficial Jackson (Mark Camacho), su superior, quien la reprime por “desperdiciar el tiempo valioso” del cuerpo médico tras perder el conocimiento en su intento de hazaña. Poco tardará ella en volver a (re)presentarse en la secuencia siguiente, con nombre y apellido, uniendo sus dos mitades, ante Geoffrey Lammark (Ben Mendelsohn), máximo portavoz de las oficinas regionales del FBI e inmediato reclutador de ella, puesto que le reconoce un talento nato a la detección de rastros elementales. Eleanor Falco será aludida por sus patrones divisiblemente. Para Lammark es “Eleanor”, para Rodney Lang y Nathan Bowen (Darcy Laurie y Frank Schorpion, respectivamente) es “Falco”. En el sentido literal de las expresiones, en ambos casos se apela a la más vacua cordialidad, el primero es en una especie de afección paternal adoptiva –en la calma y en la ira por igual-, los otros en un distanciamiento profesional falsamente respetuoso. En cualquiera de los casos, no se reconoce la condición simbólica de los dos sustantivos propios. Paradójicamente, sí ocurre con el primer jefe, con Jackson, cuando palpa su perspicacia (“Buen trabajo, Falco”) y apoya la mano con su alianza matrimonial en el hombro de ella, justo antes de abandonar la sala en la que Falco negoció con Lang y Bowen su inserción como Agente Especial del FBI, la Medalla de Honor de Lammark y la pensión correspondiente a Gavin (Michael Cram), su viudo. Lammark, contrario a Jackson y a pesar de haberse casado cuando le fue permitido, jamás porta su alianza. Gavin sí lo hace. Del “demostremos que todo esto es mentira, pero lo del anillo es cierto” de Érica Rivas en Relatos salvajes, pasamos a un matrimonio homosexual en el que una de las partes se despoja del emblema físico. ¿Será porque Lammark está más “casado con su trabajo” que con Gavin?; ¿Porque no tiene su casa en el orden que él se propone a sí mismo y a su institución?; ¿O porque su casamiento es un secreto que pocos saben, con Bowen y Lang como principales testigos mudos, pero potenciales extorsionistas? Como fuera, Lammark no le niega su privacidad a Eleanor. En la escena de la –última- cena, el amague al momento “tu mujer te engaña” de Tiempo de valientes es muy claro, o así lo entendimos muchos. Sin embargo, el escenario no solo es otro, sino que las sugerencias visuales y sonoras alcanzan un estado superador: En lo sonoro, Gavin emplea el sustantivo “drill” (anteriormente aplicado como “simulacro” por el helicóptero) al decirle a su marido que él conoce el procedimiento de la divulgación mediática de la investigación; En lo visual, Lammark es el único zurdo de la mesa, la ausencia de su anillo es innegable, más cuando podemos notar que Gavin tiene el propio y Eleanor, por su parte, y a diferencia de los otros dos, solo expone su mano derecha en la mesa y procura que su manga cubra su muñeca por completo. La escena siguiente ofrece la confesión de Eleanor Falco como una suicida en potencia. El suicidio en esta película jamás es apologético y desde el punto de vista más predominante -el de la heroína- sus impulsos son combatidos con la puesta en escena. Ángel Faretta ya lo indicó en la purga con la natación y la bañera. No son simples cámaras invertidas y contrapicados en piletas, lo técnico tiene un sentido progresivo, aun, y quizás más, cuando los planos duran milésimas de segundo. La tentación al suicidio de Eleanor es declarada. Con el accionar suicida de Lammark pasa lo contrario. Es fácil notar que, ya despedido como funcionario del brazo de la ley, arroja por la ventana todos sus valores, sobre todo los que podrían salvarle la vida, como el simple hecho de no ponerse en contacto en el clímax con Jack McKenzie (Jovan Adepo), a quién él mismo reconoce como su mejor tirador. Pero, nuevamente, la puesta en escena sugiere constantemente, visual y sonoramente. Lammark es presentado en el origen de las escenas de los crímenes. Allí se asustará con la explosión sorpresiva de unos fuegos artificiales programados, diciendo que creía que les estaban disparando (“I thought we were getting shot”). Al salir del centro comercial, en donde el homicida cometió una nueva masacre, le advierte a su Eleonora que él terminará con un ataque cardíaco o despedido. Lo cardiovascular se debe a su estado clínico por sus famosos “gajes del oficio” -malasangre, lisa y llanamente-, lo de ser despedido es más sugerente aún. Sí, será despedido si no cumple con la función de atrapar al asesino, pero la expresión “get fired” es dual tanto por “despido”, como “disparado”. Así es justamente cómo llega Lammark a su destino, como irónicamente le indica su GPS -otra superación, en este caso, del gag “recalculando” en Relatos salvajes-, donde es asesinado por Dean Possey (Ralph Ineson). Sabemos, por el diagnóstico forense, que Dean mata mediante tres objetivos de un solo impacto: cabeza, cuello y pecho. En uno de esos planos que hemos mencionado, que solo duran una milésima, apenas se percibe que el impacto a Lammark fue en el pecho. El hombre fue doblemente “fired”, despedido y disparado, pero no en cualquier impacto, sino en su punto más vulnerable, aquel que también le hubiera causado un ataque cardiaco. La velocidad con la que esto ocurre es excepcional, porque los planos del cadáver de Lammark no nos dejan en claro dónde fue el impacto. Hasta es más probable que haya sido en el cuello, lo que le hubiera anulado el accionar irónico tan bien planteado desde la presentación del personaje. Incluso el “getting shot” del “pensaba que nos estaban disparando” se concreta irónicamente. En el momento del disparo, Misántropo reparte el punto de vista entre Eleanor y Dean, quien con su mira de rifle XM-21 “los está filmando”, le está brindando el plano a la película (“getting shot”). El rostro inmóvil de Lammark se refleja en un charco de su propia sangre, la única chance de pensar dualmente, aquella que siempre descartó en vida -salvo en sus discursos-, la ejerce en la muerte. Lammark, ni en su último manotazo de ahogado, logra concretar un disparo de su arma. Eleanor Falco tampoco. En parte es por el resultado de los obstáculos que la misma institución les impone a ambos. Institución que no deja de conducirlos hacia las pistas falsas, literal y figurativamente. Los helicópteros -a diferencia del de Tiempo de valientes, en el que los héroes son reunidos para manifestarse como un equipo operativo de justicia paralela- siempre desvían, de ahí podríamos justificar su ausencia en el clímax, ya que nunca apuntan hacia una solución operativa. Los vehículos en tierra son más cercanos a ofrecer luz en el caso, no sin dejar de estar al servicio de los despropósitos burocráticos: McKenzie conduce a Falco para seguir la pista de la camisa leñadora verde que Dean abandonó en el centro comercial, pero la misma es desviada inmediatamente por el tiroteo en la droguería con la hermandad aria del “Ejercito Invisible”; y Lammark conduce a Eleanor a la casa de la madre de Dean, pero este padre adoptivo está más empeñado en llevar la cabeza del tirador al edificio de J. Edgar Hoover por mérito propio, lo cual le cuesta la vida. Dijimos que Eleanor Falco nunca llega a disparar un arma, tampoco la vemos conducir. Jamás. Nunca vemos al compañero que la lleva en la patrulla hacia el departamento de los Miller al principio. El recorrido a su casa, la noche después del homicidio en serie, lo percibimos desde una sucesión de planos subjetivos. Recién en el último aparecen los limpiaparabrisas en funcionamiento y la cámara está ubicada del lado del acompañante. Cual fuera el caso, nunca vemos a Eleanor Falco tomando un volante. Entonces, el gran estorbo para la heroína toma ventaja por aire y por tierra. Y ella lo hará por agua, primero, y por fuego, después. Fuego es el elemento que inicialmente le es impuesto como adversario, al punto tal de producirle una alucinación como primera sugerencia de sus impulsos suicidas. El agua podría serlo tranquilamente, para ella es más fácil dejarse ahogar que inhalar humo, aunque también se jacta de tener experiencia con todo tipo de sustancias alucinógenas. El agua delata a Dean. Cuando el punto de vista recae exclusivamente en él –se asea con una canilla del baño en el centro comercial y un hombre lo acusa de indigencia con la seguridad del edificio- y justo antes de que lo comparta con Eleanor Falco. Falco, con su mirada afilada, detecta la camisa leñadora roja -que Dean robó- secándose en el ténder del pórtico y las huellas en la nieve. El agua siempre delata a Dean. Por contraste, el fuego le juega inicialmente de aliado cuando hace estallar el departamento desde donde ejecutó a 29 almas. Y Eleanor, justamente en su condición de Helene, utilizará el estallido del cobertizo para morder el cuello de Dean. Todo esto con su dualidad aérea inhibida, con sus manos esposadas mediante unos precintos: gran y último indicio de que Dean es todo lo opuesto a un diestro simulador, o alguien que simula a la inversa. Dean está fuera de todo registro burocrático posible, tiene el solo objetivo de obtener tiempo y espacio a su comodidad. Para lograr esto improvisa sobre la marcha, con la excepción de su último frente a frente con Eleanor Falco. Concretamente, él no la mata, pero, por la manera con la que agita su mano, no nos queda claro si logró jalar el gatillo. Esa escena no tiene la precisión del plano en que Travis Bickle intenta volarse la cabeza justo cuando se queda sin municiones. Aún así, la ambigüedad se convierte en otra de las aliadas de este largometraje. La confrontación entre lo herbívoro y lo carnívoro, lo verde y lo rojo, es otro tema puesto en escena. Antes de la segunda masacre, gracias a la cual nos terminan de confirmar el vegetarianismo de Dean, este cambia una camisa leñadora verde por una roja. El anciano vendedor de armas lleva puesta una leñadora verde, como signo de aparente inocencia o como luz verde al permiso de venderle armas a menores. McKenzie lleva puesta una campera leñadora roja, similar a la camisa de Dean, en la balacera de la droguería. Antes de dejar a Eleanor sola en el sótano del cobertizo, Dean la mira al rostro con su propia sangre chorreando de los labios de ella. Eleanor es la primera en darle el apodo de “perro” a Dean y sus compañeros lo resignificarán como “perro herbívoro”. En el segundo plano bifocal de Misántropo, cuando Eleanor espera a que Lammark y Lang terminen de discutir, en la pared hay, entre otros, dos retratos de perros –se ve a las claras un perro de trineo- y uno de un puente. “Nos quemaron los puentes del placer”, le sentencia Falco a Dean en su monumental primer dialogo. Dicho sea de paso, es sobresaliente la precisión con la que el atardecer es captado en tiempo real desde los interiores de esa locación. Allí, Dean expresa su repudio ante el menosprecio a la oscuridad con estruendos sonoros y visuales. Eleanor en la conversación con Lammark de camino a la –última- cena le dice que los obstáculos de Bowen y Lang se deben a que ellos saben que él puede atrapar a Dean, pero los reflectores que apuntarían al mismo Lammark dejarían también a sus superiores en penumbras, en una oscuridad que ellos no soportan. Por eso a Lammark nunca le permiten que sea “iluminado” por Eleanor. Esto ella lo comprende en el diálogo, donde Dean la confunde con una académica. Si algo diferencia a Eleanor Falco de Clarice Starling es, precisamente, en que ella no es ascendida por sus méritos universitarios, lo cual no despoja a Starling de otros estorbos profesionales. Dean llega para llenar el vacío de Lammark. Le pide a Eleanor que lo mate, mientras duerme abrazado a su madre, e incinere sus cuerpos. O, también, de la misma forma que el suicidio del primer tercio de la película no se puede prevenir mediante la instigación -como sí sucedía en Harry, el sucio y Arma mortal-, Dean le está suplicando a Damián Szifron que repita el final del relato “El más fuerte”, pero, en la oscuridad de la noche, en ese privilegio que el misántropo se niega a compartir, Dean desconfía de Eleanor y –similar a Lammark- traiciona sus gustos y sus fines con ese fragor que él señala como su gran enemigo: primero con la explosión del cobertizo, después con su ejecución al apuntar a la policía con un arma que suponemos vacía, un arma silenciosa. A Eleanor Falco se la despojó del placer de formarse en aquello para lo cual fue destinada. De Dean sabemos todo, que a los seis años su padre le disparó y dos perdigones le impactaron en la cabeza. De Eleanor solo sabemos que sus traumas comenzaron a los doce, al duplicar la edad desde la cual comenzaron los conflictos de su doble en misantropía. En los últimos planos, ya sin las cicatrices faciales y como Agente Especial del FBI, Eleanor Falco se encamina hacia las oficinas regionales, sin ningún medio de transporte, al cruzar un puente a pie. Sin aliarse a los vehículos aéreos, ni a los terrenales. Al contrario de Daniel Hendler en El fondo el mar -a quien el fuego que intenta crear le perjudica y el agua que debería acompañarlo se convierte en una pileta vacía- la heroína de Misántropo logra desviar los elementos de sus fines.
LA ESPECULACIÓN DE LOS SECRETOS La campaña publicitaria para la tercera entrega de Animales fantásticos cumplió con todas las expectativas de los grupos detractores que esperaban odiarla. A nadie le pasa desapercibido que el concepto de precuela es masivamente mal visto de antemano desde que George Lucas estrenó su segunda trilogía galáctica. En el caso del -así bautizado- Universo cinematográfico del mundo mágico, el terreno que rodea por fuera a sus nuevos relatos es, tal vez, vapuleado como ninguno, siendo algunas de sus causas: Un repudio bastante amplio hacia la aventura anterior; las declaraciones públicas de la creadora de la franquicia y guionista de las últimas películas; el cambio de actor en el antagonista; y la escasa presencia de una las protagonistas introducidas en 2016. De entrada, la decisión más firme en Los secretos de Dumbledore es la de establecer al principio cuál es la criatura mágica que será determinante tanto para el disparador del conflicto como para la resolución del mismo. La mayor queja que recibieron las antecesoras fue precisamente esa, que los animales del título como saga convivían forzadamente con los eventos inherentes a Harry Potter. En oposición a aquello diremos que eso está muy lejos de ser cierto, aunque comprendemos que el descontento surge porque esos seres terminaban siendo un punto de partida y, en cierta forma, funcionales, más allá de que hubiera secuencias que se prolongaban deliberadamente en beneficio de la intriga y el preciosismo, pero que se esfumaban casi por completo ante los desenredos narrativos. Tampoco nos enemistamos con ellas, es más, esta vez vuelve a pasar en el calabozo donde Newt Scamander (Eddie Redmayne) debe rescatar a su hermano del estómago de una especie de cangrejo-escorpión gigante. Toda la secuencia es un desvío, ocasionado por la torpeza de un mago profesional tomado como prisionero, el nivel de suspenso se vuelve endeble en un aspecto (los cangrejos-escorpiones diminutos se distraen con las sobras arrojadas por su superior y lo hacen por grupo o todos juntos, dependiendo del recluso que el guion establece que debe sobrevivir) y aun así genera un clima fabuloso con raciones muy precisas de riesgo y comedia. Otro aspecto del cual se distingue esta tercera parte de las otras dos es en el descarte de un escenario muy particular. La película no tiene ninguna escena en la que veamos el interior del maletín de Scamander. Alguien en plan detractor podría burlarse y determinar que esto es así para ahorrar en gastos digitales. Sin embargo, esta vez no solo se juega más con el punto de vista exterior, sino que esto desemboca en el operativo final con los cinco maletines planeado por el joven Albus Dumbledore (Jude Law). Con la expresión “for your eyes only” hacia una de las implicadas y el clímax resuelto en Bután, en una suerte de monasterio de la magia con tonos de espionaje, manifiesta a las claras sus semejanzas con la quinta Bond de Roger Moore. Además tiene sus halagos puestos a la inversa: Solo para sus ojos es la primera 007 que no cuenta con la presencia de M, el jefe del MI6, representando el duelo de la productora por la cercana muerte de Bernard Lee, el primer actor que lo encarnó; Los secretos de Dumbledore expresa la primera vez que vemos al longevo director de Hogwarts gestionando un sigiloso plan de batalla y también participando en él, haciendo todo lo que el M de Lee no pudo hacer en su ausencia. No obstante, los espejos. Desde la primera escena, con un restaurante que es falsamente incinerado, nos anticipan el uso que le darán para las peleas y a lo largo del relato hay una utilidad paralela, como simple medio de comunicación a través de la escritura. Esta segunda manera es la que mejor sale parada, similar a lo que sucede con el interior del maletín del magizoologo aplicado como fuera de campo -en ventaja de quienes ya vieron las aventuras previas-, con esta apuestan por desafiar un poco a quienes conocen a los personajes, para permitirles entender quién escribe del otro lado del espejo y quién no, y esto tiene peso en el último tercio de la historia. El otro uso de los espejos está, sí, para romper el juramento de sangre entre Albus Dumbledore y Gellert Grindelwald (Mads Mikkelsen) y abrir paso a la cuarta parte, pero también para justificar destrozos sin daños colaterales y poner en palabras del mismo Dumbledore que las consecuencias se dieron por suerte. Por lo tanto, termina por ser un uso muy cobarde del elemento especular. Con eso y todo, aunque Animales fantásticos: Los secretos de Dumbledore triunfe, nuevamente, más –y mejor- en su parte animal y apueste a secretos de linaje que simplemente son corridos de lugar, además de los personajes que salva de la muerte por simple capricho o no se atreve a tocarlos porque sabemos que sobrevivirán por estar familiarizados con la saga del niño-que-vivió, el regreso a este mundo para quienes crecimos con él -y todavía lo seguimos con cierta afición- es más que deleitable.
SANGRE FRÍA Esta producción de Sony ya tenía muy cantado el espacio que ocuparía para quienes siguen acérrimamente los relatos interconectados de Marvel. Nadie apostaba nada, pero algunos se toman la labor de acercarse a la sala más cercana y comprobar si es el desastre que se pronosticaba. Morbius está muy lejos de ser una buena película y las causas de esto no son las que se esperarían específicamente. Desde que ganó un Oscar, para muchos usuarios de redes sociales Jared Leto se convirtió en una de las tantas estrellas que reciben repudio por cualquier proyecto masivo en el que comulguen. No importa cómo, ni dónde, si aparece, ya es motivo de queja. Leto no es el menor de los males que aporta este estreno, de hecho, aplica muy bien para el rol del doctor Michael Morbius. Aun en el caso contrario, las empresas que producen estas películas saben cómo esquivar los cambios de casting cuando se lo proponen, siempre que encuentren que una buena parte de sus públicos esté conforme con los resultados. Tomemos como ejemplo al Peter Parker de Andrew Garfield: en su primera encarnación como el alter ego del arácnido, las burlas estaban al orden del día, con la salvedad de sus defensores; para su secuela, los dardos apuntaron a los aspectos argumentales y narrativos, pero nadie discutía que a Garfield se lo notaba más cómodo en su papel sin máscara; asimismo, fue casi unánime que lo más aplaudido de Spider-Man: Sin camino a casa estaba más vinculado a las acciones de este actor, que a las de sus otros dos colegas. Nadie del elenco está descolocado en su función y el que más tiene para lucirse es Matt Smith. Sin embargo, ahí sí tenemos uno de los pilares flojos de Morbius, porque sus personajes son, en principio y en su finalidad, funcionales. Es decir, cuando hay escenas con experimentos científicos –esas que mueven al dispositivo clave del relato, que es la sangre artificial diseñada por Morbius para aplacar la condición que lo vuelve minusválido a él y a su mejor amigo- están bien contadas, con buena puesta de cámaras, con buena edición, pero con diálogos que aceleran el conflicto para sacarse esos momentos de encima. Este tipo de escenas tiene que convivir con peleas computarizadas, no solo de presupuesto bajo, sino también carentes de diseños que se destaquen por encima todos los relatos de vampirismo conocidos desde principios del siglo XX hasta la actualidad, y en consecuencia todo es pura transición con nula solución de continuidad. En una obra cinematográfica -cara para su época, pero noble en su puesta en escena- como El Protegido, nos queda claro hasta el nombre de la enfermedad padecida por Elijah Price (Samuel L. Jackson) y el peso del contraste entre él y su rival, David Dunn (Bruce Willis), es más que legítimo en el tan citado punto de giro del desenlace. Hay quienes discuten que eso sucede solo porque es una película “lenta” y, en cambio, otra, como Morbius, es fugaz en ritmo para ir descartando conflictos. Por el contrario, el conflicto de la segunda es uno solo y no está mal que así lo sea, por lo general ese nivel de contención favorece a la totalidad narrativa y poética. El problema está en sus ritmos, más que en la carencia de escenas –mal llamadas- lentas o de efectos prácticos, como el hecho de que no haya una sola máscara prostética y todo se solucione digitalmente. El problema también está en sus diálogos, no en la ejecución de quienes actúan. Las frases están para la función y, como se está señalando en casi todas las reseñas virtuales de todo el mundo, el elenco hace lo que puede para darle vida a sus escenas. A veces se logra, aunque son logros aplastados por una continuidad sin filtros. Se entiende que el protagonista tiene una necesidad de urgencia con el consumo de la sangre a bajas temperaturas y fabricada por él mismo. Los altibajos de cómo progresa su dominio en esa condición resalta por la disparidad narrativa. Algo que, si somos francos, también ocurre un poco con el Bruce Banner de Mark Ruffalo en la primera Avengers, un obstáculo que en el de Edward Norton se lo había tratado un poco más de persistencia. Y nunca falta la palmada por el empleo de referencias del género tan citadas y puestas en práctica por y en el medio: “Estoy hambriento y no soy yo cuando tengo hambre”, en alusión a Hulk; o que en la escena que Leto es rodeado por murciélagos cual Bale en Batman inicia se oigan unas primeras notas musicales similares a las de Hans Zimmer y James Newton Howard. Citas simpáticas, pero que caen en saco vacío. Quien haya ido a los cines locales en las últimas semanas ya ha visto varios tráilers de Morbius. Pocas personas no saben qué personaje de otra película del palo tiene presencia en esta. No faltará quien diga que este estreno “por lo menos tiene eso”, en otras palabras, otro atisbo para llevar a la pantalla grande una adaptación de Los Seis Siniestros, que tanto se viene anticipando desde 2014. Con esto, el Marvel de Sony encuentra la posibilidad de que el vampirismo de Jared Leto termine de enamorar a la mayor porción del público a futuro y la oportunidad más reciente ha sido desperdiciada en un film que, lejos de ser sufrible, solo se vale de un manotazo de ahogado que le hace la vista gorda a las normas planteadas en la última Spider-Man (que a la vez son un tanto lábiles), como también de un compendio de talentos delante y detrás de cámaras que (desgraciadamente coincidimos con el supuesto consenso) hace lo que puede.
LA NUEVA CASA DE LOS REGRESOS El exacerbado reclamo por no revelar detalles específicos de un argumento, del cuál pocas personas en la sala no tienen la más pálida idea sobre qué podría esperarse, es otra de las tantas señales de un mundo que ama cultivar lo efímero. Se sabe en sobremanera que, cuando una película no puede sobrevivir a sus sorpresas “spoileables”, difícilmente estamos ante un relato digno de repasos que la fortalezcan, que no la reduzcan a un mero espectáculo escapista. Nadie quiere realmente que las películas no sean algo más, que expresen una visión de los tiempos que vivimos, mientras se tome en consideración cómo estos conviven con nuestro pasado. Que se aprenda de él, que no se lo esquive, ni, mucho menos, que sea tratado como un error absoluto, porque no todo porvenir lleva a la perfección. De Spider-Man: Sin camino a casa se ha especulado todo. Desde antes de que terminara su rodaje, como cuando fueron estrenados todos sus tráilers. Se llegó a una instancia en la que se habló todo y parecería que, como estreno de cartelera, su única finalidad fuera la de jugar a que es imposible que todo lo hablado suceda, pero también la de festejar cuando eso mismo aparece en pantalla. Pasadas una o dos semanas, la enterramos en el recuerdo de los eventos del año y pasamos a lo que sigue. Mayormente, esta película no es eso, aunque se sabía todo antes de entrar y antes de que estallaran los “spoilers oficiales” en las redes sociales. En paralelo, su público más reacio se burlará de otro costado de esta tercera entrega del arácnido de Tom Holland, ese costado al que se le suele aplicar la etiqueta de “fan service”, la más vacía en los tiempos que corren ya que tampoco sirve para nada a la hora de analizar cine. Es decir, cuando se ama una referencia de ese tipo, se dice que es “un hermoso guiño a la infancia”, pero cuando se detesta se usa aquella vieja confiable, como si se estuviera desarrollado la más grande teoría de los consumos culturales, cuando no es más que un berrinche binario de un fan culposo al que no le dieron lo que le apetecía. Los villanos de las películas de Sam Raimi repiten -a veces más de una vez- diálogos que quienes crecimos mirándolas nos lo sabemos de memoria. Algunos amarán que esto pase, otros dirán que es “fan service”. Nosotros diremos que son gestos, por momentos, un tanto desesperados, aunque el mayor fuerte de este estreno está en sus rimas más sutiles. Y justamente lo son porque combina situaciones vistas en el Spider-Man de Tobey Maguire con las del de Andrew Garfield. En el clímax esto se vuelve más evidente, pero a lo largo del relato resulta admirable porque no siempre cita a las entregas mejor recibidas por los famosos sitios web que acumulan puntajes y, cuando lo hace con las que se supone que son las más detestadas, no es solo para el auto repudio. La brillante y tan aplaudida Spider-Man: Un nuevo universo comenzaba con una invitación a olvidar el baile del Peter Parker emo en Spider-Man 3. Esa burla fue alabada casi unánimemente y, pensando fríamente, es otra forma de manifestar al tan aludido “fan service”, puesto que, a la larga, invita a saltearse una película dirigida por Sam Raimi, una que está repleta de escenas que conviven indiscutiblemente con el estilo del director. Hasta el público con el paladar más negro tiene su fuerte dósis de demanda y el estudio al que tanto denuncia está al tanto de eso. Nadie pone en duda que, con Sin camino a casa, Sony, en alianza con Disney, se empeña en complacer a la diversidad total de sus públicos. También se sabe que eso es imposible. La única garantía es que va a llenar salas, como lo viene haciendo en estos días. En un país que pasó cerca de un año entero con sus cines cerrados esto es una noticia estupenda. Además, existe la posibilidad de que algunos espectadores aprovechen el estreno como evento y posteriormente asistan a la función de otra película en cartelera el mismo día. Un director como Paul Thomas Anderson ha insinuado esto, aunque lo que más se le ha atribuido es el hecho de que no le molestan las películas “de superhéroes” llenando butacas. Lamentablemente, esto no se termina de tomar en consideración y la más reciente obra de un realizador tan consagrado, como lo es Steven Spielberg, apenas duró una semana en muchas de las pocas salas en las que fue proyectada. Todo por no haber estado cerca de agotar lla venta de entradas en dichos complejos y silenciosamente le fue aplicada una maniobra similar con la que son atravesados los estrenos nacionales menos masivos, mediante cuota de pantalla y media de continuidad. Volviendo al film que rompió récords en preventas mundiales. Sí, es un parque de diversiones. Sí, como al mismísimo Martin Scorsese, esto no nos parece algo ni malo, ni menor. No solemos hacernos mala sangre con la mano de obra barata con efectos computarizados, aunque esta vez un poco nos pesó. Si iban a mostrarnos a Willem Dafoe destruyendo su casco del Duende Verde con planos cerrados, no les costaba nada hacerlo con un casco real. Incluso sus escenas de acción de mano a mano carecen del nivel coreográfico de las vistas en 2002. Tenemos a Peter Parker viviendo el momento más trágico de su vida, en más de un sentido, y en el medio todo es una fiesta. ¿Es una combinación un tanto forzada?… No entraremos en detalles, aunque hace rato se sabían todos. Aun así, ya nos respondimos eso: la mayoría de las veces se sale de ese reduccionismo, sale una buena combinación de eso. Y, ya que estamos, el villano que tiene las mejores frases es Jamie Foxx y encima son nuevas. Bueno, ya saben que uno de los estrenos del próximo año es la secuela de Doctor Strange. Al final de los créditos de esta Spider-Man está su tráiler. La dirige Sam Raimi y se nota. Sugerimos que empiecen hoy a mirar la filmografía completa del director Sam Raimi.
AMAGUES DE CINEFILIA Lejos de los ritmos frenéticos de la trilogía del Cornetto y las pinceladas onomatopéyicas de su primer largometraje con presupuesto norteamericano, Edgar Wright persevera en el que probablemente sea el género más discutido cada vez que en una nueva película de terror abundan las paletas de colores propias de este: el giallo. Hoy parecería que el mismo término solo es aplicable para mofarse si lo menciona una voz ajena y se tiende a considerar que la Suspiria de Dario Argento es el paradigma de aquella variación italiana, cuando la discusión más pertinente se daría a partir de preguntarnos cómo puede esa obra ser considerada un giallo, siendo que carece de un elemento indispensable como el factor policial (o criminal o, incluso, detectivesco). No ha faltado quien catalogara a El misterio de Soho como un intento de secuela espiritual de Suspiria –pero a la vez como ejercicio de mera adulación a la nostalgia de los 60s- con solo ver pósters y tráilers, mientras que, por su parte, Wright fue de lleno con los rasgos policiales durante toda la segunda mitad de su más reciente película. No sin recurrir a la manera hitchcockiana de poner en escena la inevitable inoperancia del brazo de la ley en este tipo de relato sobrenatural y haciendo que los enigmas sean resueltos por su protagonista adolescente, quien toma partido cuando la verdad es presentada ante su mirada, pero la comprende por la mitad. Sí, en esta película se representa el abuso de posición dominante del hombre hacia la mujer, específicamente en el mundo de los clubes nocturnos londinenses durante la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, en la actualidad, los hombres son mayormente ajenos a todo y es la mujer la que quiere disminuir el rol de la mujer, ya sea en el ámbito profesional o en tiempos de ocio. Por esto Eloise (Thomasin McKenzie) toma distancia de sus compañeras universitarias, no solo por no encajar con sus gustos ajenos, y así con ella nos conducen hacia un orden del tipo fantástico. Eloise viaja en el tiempo cada noche que duerme en su habitación de soltera, eso es un hecho. Ella estudia diseño de modas y es una aficionada absoluta de todo lo relacionado a los años 60, lo cual nos deja en claro su imitación a la Audrey Hepburn de Muñequita de lujo en la primera escena. En sus visitas al Soho de aquella década ella percibe todo desde la perspectiva de Sandy (Anya Taylor‑Joy), una cantante con la que pronto se fascinará, compartirá sus primeros años de experiencia como tal y conocerá los turbios motivos de su inserción en el rubro. Cuando despierta la primera mañana, Eloise descubre que los registros de que Sandy haya existido realmente son dudosos. Hasta ahí todo podría ser un simple sueño. No obstante, al poco tiempo nota un chupón en su cuello, ubicado en el mismo lugar que Sandy fue besada por Jack (Matt Smith), su manager, la noche que se conocieron. Ahí se entra en un terreno muy conocido, sobradamente referenciado por la saga Pesadilla y la más citada habilidad de Freddy Krueger, con la que matar a sus víctimas en sus sueños equivale a matarlas en vigilia. Son comunes y esperables las referencias bondianas por parte de Edgar Wright. Ya en el primer adelanto se veía el póster de Operación Trueno y se sabía que en El misterio de Soho se presenciaría la última actuación de Diana Rigg, la eterna Tracy de Vincenzo, efímera esposa de James Bond. No se sabía que a Eloise le encantaría el Vesper Martini –el mismo que inventó Ian Fleming en la novela Casino Royale– al probarlo por primera vez. Concretamente, no hay un abuso de nostalgia con la presencia de esos guiños. De hecho, si lo pensamos, alguien que conozca sobre el mundo de 007 puede anticiparse uno de los giros narrativos de este film. Es decir, Anya Taylor-Joy tiene –más o menos- la misma edad que Rigg cuando se estrenó la cuarta Bond interpretada por Sean Connery. Y en el uso del Vesper hay una suerte de inversión de roles entre Sandy y Jack, con respecto a Bond y su primer amor, de quien tomara prestado su nombre para bautizar ese trago. Jack es presentado con el estilo de bon vivant que se le adjudica al espía del servicio secreto británico, pero en las consecuentes citas con Sandy, a Eloise no le cuesta notar que su pareja no es más que un simple proxeneta. De esta manera, Edgar Wright juega con la lectura que se hace de Bond en tiempos de corrección política, sobre todo con el de Connery. Él sabe muy bien que directores como Terence Young y Guy Hamilton hacían que triunfara constantemente en sus conquistas lascivas, aun cuando inicialmente se le negaran. Esto lo contraponían con la presencia de otro personaje –aliado o villano- que trata a las mujeres como mercancía y siempre es limitado por Bond en ese aspecto. Entonces Wright patea un centro a la audiencia más cómoda que se conforma con la interpretación de que todo hombre con esos gustos es una inmundicia viviente (que lo son, los de esta película) o unos inoperantes, como la figura policial de turno. Es un amague atrás del otro, sobre todo de comodidades, más si son cinéfilas. Siguiendo con lo bondiano, la mujer de la barra que mira a Sandy con gesto reprobatorio desde un plano subjetivo es Margaret Nolan: la que Connery nalguea en Goldfinger y la misma que interpretara a la mujer pintada de oro para los créditos iniciales de dicho film. Además el director hace que la relación amorosa principal sea una pareja interracial. John (Michael Ajao) es el único joven que conecta con Eloise, el único que no cree jamás que ella esté delirando. Entramos así al aspecto criminal de Soho, aquello que la traducción local identificó como “misterio” en vez de una “última noche” y donde muchos coincidirán en que es donde residen los vicios del film. Hay carne de cañón, ya sea para verosimilistas -o adictos cazadores de agujeros de guion- o puristas del fantástico como género. Los primeros se quejarán de que en el último tercio hay elementos sin sentido, los segundos de que hay un vale todo con respecto a la otredad que invade el presente desde el pasado. Eloise se salva de ser arrestada después de estar al borde de apuñalar el ojo de una de sus compañeras, la que más se burla de ella. Los cadáveres de las víctimas de Sandy fueron escondidos en los alrededores de la habitación actual de Eloise y ella nunca se percató del aroma putrefacto, pero tampoco nos aclaran si los cuerpos fueron removidos previamente. Nunca nos queda claro hasta qué punto los fantasmas de aquellos hombres pueden dejar su huella en el mundo real. Lo primero se puede explicar con cierta lógica narrativa. Su compañera pudo no haberla acusado de intento de homicidio porque anteriormente le puso drogas a su trago en una salida nocturna y nos pusieron al tanto de sus vicios ocultos. Aun así, este aspecto Wright lo esquiva polémica y –añadimos- deliberadamente. Los otros dos son de interés verosímil y a la vez de discusión sobre puesta en escena del fantástico. La Sandy del presente se incinera en su casa y los únicos cuerpos que sacan las autoridades están vivos (los de Eloise y John), de todo lo demás no se habla. Otra vez, el director decide ser polémico. Ahora bien, los fantasmas, ¿son una forma gratuita de recordarnos que es el primer intento del director de meterse en el terror?; ¿Pecan de exceso, como es común en el mainstream de estos tiempos?… Tal vez sí. Aunque también hay un uso polémico en ellos. Un ejercicio de jugar con los límites morales del público, diremos. Sandy es una víctima, definitivamente. De haber podido progresar en su carrera sin lanzarse a la promiscuidad perversamente impuesta, lo habría hecho, de ser una opción. Ella disfrazó a su verdadera finalidad de lujuria y la convirtió en ritual, pero, en su repetición, recuperó estéticamente lo que comprendió éticamente. De ahí que fuera capaz de drogar e intentar matar a Eloise y John para mantener sus pecados en secreto. En El misterio de Soho hay un crimen por resolver. La ley es incompetente –deliberadamente- en el pasado y –agnósticamente- en el presente, que no entiende lo sobrenatural y muere por un taxi ritualizado que siempre circula cuando no abunda el tránsito. La juventud nostálgica encarnada en Eloise es la única capacitada para hacerlo. Le hace la vista gorda a los favores que le piden los fantasmas, primero porque reclaman venganza (si queremos, la forma perversa de Sexto sentido) y segundo porque ella se ve espejada en Sandy, en todos los sentidos posibles. Eloise es una joven cuya nostalgia no encaja en su presente y necesita convertirla en algo más. Eventualmente reproduce las prendas favoritas de Sandy y, mediante un último espejo, la adopta como nueva madre, la segunda que muere tras intentar quitarse la vida. Hay dos personas que atentan contra la cordura de Eloise, la malcriada que casi muere por su mano y el policía que es atropellado por su intervención. Nunca sabremos si existió una resolución legal sobre esto, ni sobre los hombres que “desaparecieron” según los periódicos locales, pero, bien supimos, fueron apuñalados por Sandy. Ya todo forma parte de un fuera de campo que nos pone en duda si Eloise aprendió a recuperar la ética que Sandy perdió, o si lo que nos mostraron los espejos a lo largo de la película es más mimético de lo que suponemos.
PROPIEDAD DE NINGUNA DAMA La era Bond de Daniel Craig viene cargada con un sinfín de supuestos consensos que aseguran que sus películas impares son las buenas y las pares las malas, por lo que con esta quinta entrega suya (la número 25 producida por la compañía Eon) dichos grupos esperarían encontrarse con otra de las más grandes entradas jamás vistas de la franquicia 007. Existen, como siempre, lecturas opuestas: Hay quienes aseguran que lo bondiano en Casino Royale se luce apenas en los últimos segundos del metraje; también quienes aseguran que las acrobacias de Quantum of Solace están muy lejos de ser mutiladas por el trabajo de edición más discutido de la saga; fans, como Shane Black, sostienen a puño cerrado que Skyfall es la peor Bond junto a Moonraker; y otros, después de un primer encuentro poco agraciado y múltiples repasos consecuentes, consideramos que Spectre es la película que mejor combinó los elementos propios de las novelas con los valores agregados en las versiones cinematográficas desde 1962. Por lo tanto, decir que Sin tiempo para morir es un film que “dividirá a los fans” sería como establecer un preámbulo con nula interpretación histórica sobre cómo viven sus seguidores acérrimos cada nueva aventura estrenada en cines. Precisamente porque siempre hay apreciaciones divididas y esto trasciende a todo tipo de sexo u orientación sexual, pese a que siempre se intentó vender a James Bond como “la fantasía de todo hombre heterosexual”. Lo cual no implica que los valores del personaje cambien: él siempre fue y siempre será el mismo; él siempre tuvo y siempre tendrá los mismos vicios (por más que no salgan todos en escena); y no hay saga que lo valga sin el James Bond que amamos quienes lo acompañamos con ímpetu desde que lo conocimos. Lo que sí cambia es el punto de vista del relato, con los límites de los tiempos en los que se viven. Este Bond debe convivir con una realidad atravesada por un movimiento de fuerte peso social como el #Metoo, similar a la vez que The Living Daylights promovió una campaña antisida para tomar conciencia de la propagación del virus en la década de 1980. Por otro lado, también hay un obstáculo coyuntural de orden más bien económico y político, claramente análogo a la salida del Reino Unido de la Unión Europea, que opera en simetría con el mundo del espionaje post Unión Soviética establecido por GoldenEye. Ambos contextos representaron la tragedia del espía como pocas veces se lo vio en otras entregas e incluso, con Licencia para matar como nexo perfecto, le terminaron de marcar todo el perímetro que necesitaba a Tom Cruise para realizar su versión de Misión: Imposible, aunque supo trascenderlo por sus propios méritos, con muchas deudas a las acrobacias de los años de Roger Moore. Sin embargo, aun con aquellas maneras de vivir en sus respectivos límites, las encarnaciones de Timothy Dalton y Pierce Brosnan estuvieron muy lejos de ser despojadas de sus impulsos bondianos. Dalton vivió la promiscuidad de siempre en su primera entrega, a través de un fuera de campo aplicado por John Glen. A Brosnan las mujeres se la pasan despreciándolo física y verbalmente, pero Martin Campbell no le huyó al glamour y no se privó de convertir a su Bond en el que para muchos es el lady´s man absoluto. Ya era sobradamente sabido, y fue confirmado con el reciente documental Cómo ser James Bond, que este sexto actor es el más mimado por la dupla productora vigente y por la prensa de su tiempo. De Dalton en adelante, la muletilla “es el mejor James Bond desde Sean Connery” nunca ha faltado. Hoy en día, con cierta frecuencia, al galés se lo referencia simbólicamente como al agente secreto que se vio obligado a usar preservativo y al de Brosnan como al sabueso que le pusieron la correa por el hecho de ser el primero que recibió órdenes del MI6 por parte de una mujer. En el caso de Craig, todo el tiempo se lo destacó como el Bond “más humano”, casi dejando de lado los brillantes aportes de todos -sí, todos- sus antecesores. No cabe la menor duda de que Casino Royale es una de las más fieles adaptaciones a un relato de Ian Fleming, sumándose a los resultados de Dr. No, De Rusia con amor, Al servicio secreto de su Majestad y The Living Daylights (adaptado en la película con la secuencia de Bratislava). Aun así no han faltado las acusaciones de que Daniel Craig detesta ser el personaje, cuando lo que siempre hizo fue brindar una interpretación directa del Bond literario, como un espía habilidoso que aborrece su profesión y en algún punto quiere abandonarla de la forma más digna. Si esto se logró con broche de oro “flemingiano”, todavía consideramos que fue en 2015, cuando dejó a Ernst Stavro Blofeld (Christoph Waltz) en manos de las autoridades británicas, arrojando su Walther PPK al cruzar el puente de Westminster, expresando su retiro del MI6 y con la compañía de la Dra. Madeleine Swann (Léa Seydoux). Llega así el auto anticipado final de la década y media con Daniel Craig. Como tiende a pasar en las otras entregas, cuenta con elementos retomados de las novelas, incluso las posteriores a la obra de Fleming, o mismo las que no eran de su agrado, como The Spy Who Loved Me; traducida al cine como La espía que me amó, pero en el libro como El espía que me amó ya que es un relato narrado mediante el punto de vista de una mujer, algo muy presente en este estreno y desde la primera escena. Con la declarada intención de “cambiarlo todo”, ya hay quienes la aman por eso, como también quienes la liquidan por eso. Públicos divididos siempre hay (lo repetimos, Shane Black odia a la tan laureada Skyfall), eso no bloquea para nada el diálogo, por más acuerdos o discrepancias que hayan. ¿Qué tan dignas sucesoras de Ian Fleming son las decisiones tomadas en esta película? Esa es la discusión que ya ha disparado Sin tiempo para morir. Lo que más apreciaremos en este espacio es que esas decisiones están sostenidas por una puesta en escena ya practicada por directores como Terence Young, Peter Hunt, John Glen, Martin Campbell y Sam Mendes. No hablamos del estilo en materia de acción, el cuál difieren notablemente entre todos y el mismo Cary Fukunaga, sino de gestos repetidos y resignificados en la continuidad del propio film. Así como la primera de Dalton comenzaba con un paracaídas que reaparece en el aterrizaje del Hércules al final, así como en GoldenEye se reconstruyen los polos opuestos entre 006 y 007 con el saludo de “Por Inglaterra” y sus diferentes maneras de expresarlo, Fukunaga hace que una breve sordera, los balazos y las escaleras de la secuencia pre-créditos se reencuentren simétricamente en el clímax de su film. Esto último contrapuesto a un estilo de vida que Bond nunca va a poder darse porque, como siempre se expresó en la saga, si de repente sienta cabeza, solo quedan dos cosas por hacer: cerrar la historia cortando la relación o castigándonos con el tedio de una vida normal en la que reinan las neutralidades. Acerca de los antagonistas, sin detallar nada, son los alegoristas del relato que se inclinan más por subestimar todo tipo de religión y tienen una incontrolable afición por el dinero y lo material, más allá de sus motivaciones. Esto es así desde que Julius No (Joseph Wiseman) saboteaba los lanzamientos aeroespaciales de los Estados Unidos, como también desde que Red Grant (Robert Shaw) supo reclamarle a Bond las monedas de su maletín con las trabas posicionadas horizontalmente, pero no pudo ver que, con las mismas colocadas verticalmente, una granada de humo le estallaría en el rostro. ¿Cuánto y cómo salen en pantalla los cuatro Aston Martin?; ¿Cómo convive el soundtrack de Mazzaro y Zimmer con las escenas?; ¿Qué rol ocupa el resto de los personajes secundarios? Tendría muy poca gracia comentar esto tan cerca del estreno y sin recurrir a los tan temidos spoilers. Volvió Bond a los cines, después de cinco años y once meses, muy cerca de igualar al intervalo de seis años y medio entre 1989 y 1995. Es el evento que toca vivir, se lo ame, se lo odie, enternezca o irrite. Es muy difícil que un fan (sobre todo de las novelas y no solo de las películas) salga muy feliz después de verla, en lo personal experimenté una especie de frustración apenas terminada y asumo que a muchos les pasará algo similar. Replanteándomelo en las últimas horas, considero que Sin tiempo para morir se luce en lo técnico y que da un salto de fe poético en todos los sentidos posibles. Resalto también, y de nuevo, que el final de Spectre, esa película que muchos todavía consideran un lastre para la saga de Craig, aporta el final bondiano más honesto que Ian Fleming nunca nos pudo dar. El de ahora es más íntegro y respaldado como tal, incluso con las otras cuatro a modo de antesala. De momento, prefiero el anterior.
DOS FAMILIAS, UNA PASIÓN Presentada recientemente en el Festival Internacional de Toronto y con una trayectoria de galardones en festivales de Francia y el de San Sebastián, Karnawal se consagra como la opera prima del director argentino Juan Pablo Félix, una producción que cuenta con la colaboración de siete países, de los cuales dos han sido aplicados como locaciones para el desarrollo de la historia: Específicamente, la frontera que une las ciudades de La Quiaca (Jujuy, Argentina) y Villazón (Modesto Omiste, Potosí, Bolivia). Cabra es el protagonista adolescente que está a punto de incorporarse en campeonatos nacionales de Malambo. Encarnado por el malambista y actor debutante Martin Lopez Lacci, a Cabra lo ensombrecen los obstáculos monetarios que cualquier joven de su edad y ambición profesional debe lidiar, como el de obtener calzados apropiados para su actividad, un recurso tan básico como costoso en estos tiempos locales. Algo que una familia tan desunida como la suya no está en condiciones de proveerle. Es a partir de esta necesidad material que Félix encuentra el disparador para la composición geográfica de Karnawal y la sitúa espacial y temporalmente con un dispositivo tan minimalista como un billete de quinientos pesos del Banco Central de la República Argentina. Vale en estos términos destacar sus escenarios –cálidos de día y gélidos en la oscuridad-, siempre acompañados por el despliegue visual de Ramiro Civita como director de fotografía y el colorista Alexis Rodil. Aún con la temprana introducción de Lacci, el elenco es sólido en sus interacciones y en momentos de distanciamiento y soledad. Esto expresado particularmente en circunstancias donde la pregnancia de ciertos materiales físicos se eleva frente al uso –y la imposibilidad de este- por parte de los personajes. Pensemos, por ejemplo, en el malestar que produce un auto que no logra arrancar y cómo Cabra, su madre (Mónica Lairana) y su paternidad biológica (Alfredo Castro) logran erradicarlo después de cruzar dos veces el puente que los conecta con su primera cena familiar en años. Dejando así claro que los paisajes son un medio que su director sabe dominar sin olvidar que estos jamás dejarán a los protagonistas a la zaga. Diremos también que la incomprensión de los dos padres y la madre hacia las pasiones de Cabra no termina de converger con las consecuencias de las acciones él. Por razones opuestas, será abofeteado por el padre adoptivo (Diego Cremonesi) y el progenitor. Ambos serán aliados cuando el bailarín lo necesite, pero sus metas no logran trascender a causa de sus desencuentros con los adultos, sino a pesar de estos. No tratamos de decir que al final del día Cabra debe aprender que, más allá de los conflictos que lo agobian, a la vida solo le esperan maravillas si la impulsamos con la gracia de nuestras expresiones artísticas. Sin embargo, al ser la adultez su gran rival, la película se ocupó más de las intenciones que esta tuvo de sacarlo de un gran aprieto, en vez de comprenderla dualmente como la fuente de sus problemas y la de sus soluciones. Los conflictos con la ley tienden a sentirse mayormente como decorados, aunque desde el guion hay ingenio con respecto a la continuidad de los hechos. En una presentación virtual junto al productor francés Edson Sidonie, Juan Pablo Félix señala que la experiencia de Cabra refleja su juventud en una etapa de la que nunca comprendió del todo el rol de sus padres. Esto refleja en parte nuestras inquietudes con su primera película, pero sería torpe usar esta declaración como respaldo absoluto de nuestra interpretación. A rasgos amplios, Karnawal triunfa al integrar a sus protagonistas en los panoramas del Noroeste argentino con una poética personal. Esperamos que la productora nacional BIKINI FILMS reincorpore sus rodajes tan pronto como pueda, dada la talla de los nombres que se vislumbran en la dirección de sus próximos largometrajes.
LA NUEVA CONGREGACIÓN La figura del falso culpable es sobradamente reconocida, cinematográficamente atribuida como sello exclusivo de Alfred Hitchcock, pero también fue Fritz Lang quien impulsó las pinceladas definitivas en esta forma de arte, fundamentalmente con Spione y de manera retorcida con M. Desde su auténtica consagración en 1974 -con El loco de la motosierra y La residencia macabra– siempre hubo leves intenciones de filtrar al falso culpable en los slasher films. Uno de los ejemplos más recordados está en Pesadilla 2: La venganza de Freddy, donde el protagonista es poseído por la icónica entidad onírica de la saga y tiende a matar a los hombres que lo rodean antes que las mujeres. Cuando, a casi dos décadas después de su estreno, la orientación sexual del actor de aquella película se volvió tópico mediático, los seguidores de Pesadilla comenzaron a entender a las muertes de la segunda parte como un modo de expresar la homosexualidad reprimida del personaje encarnado por Mark Patton. Una lectura que, pese a las burlas que cosechó durante décadas, termina fortaleciendo a las defensas de la secuela, en vez de posicionarse como sobre análisis paródico, ya que, si bien los indicios siempre estuvieron, jamás se sintieron del todo resaltados en la continuidad del film y están más bien puestos con tintes irónicos. Aparece en la década siguiente la adaptación de la obra de Clive Barker, con el guion y la dirección de Bernard Rose. Candyman de 1992 es la película que catapulta a Tony Todd como emblema del gore y sus participaciones en Los expedientes secretos X y Destino final no hicieron caso omiso de esto. Similar a la situación del Freddy Krueger de Robert Englund, Todd figura en los créditos como la estrella principal recién en las secuelas, cuando en la primera se guardaban su nombre para lo último. Esto se debe a que la película original del hombre acaramelado del garfio se sostiene fundamentalmente por las vicisitudes que azotan a la falsa culpable de turno (Virginia Madsen), que al final no era tan falsa y su rol se termina invirtiendo, un poco al estilo de Peter Lorre en la ya mencionada M de Lang. La secuela carnavalesca está más ocupada en fabricarle un talón de Aquiles específico al Candyman, como también en diversificar sus maneras de matar, cuando la aparentemente unilateral de la antecesora (de atravesar a los cuerpos con su garfio desde la entrepierna hasta la garganta) gozaba de un encanto irreproducible. La tercera fue un “directo a video”. Es fácil destacar que la mayoría de las actuaciones en ella son pésimas, atacar a la discutible cita de la escena de la ducha de Marion Crane en el inicio y que ni se molestaron en sumar efectos prácticos y maquillajes como para hacernos creer que a Tony Todd le falta una mano. Sin embargo, lo que más nos interesan son ciertas decisiones sutiles que pone sobre la mesa, como la de recuperar al actor Nick Corri (quien interpretara al primer y efímero falso culpable de la saga Pesadilla) en un rol muy particular, y la de mostrarnos qué pasaría si de repente un grupo de personas se pusiera a favor de las masacres causadas por Candyman en su contemporaneidad. Lo cual nos da pie a plantearnos qué representa esta cuarta película, que lleva el título exacto de la primera. Es una película de Nia DaCosta y está apadrinada por Jordan Peele, dados los respectivos currículums audiovisuales de ambos, era esperable un despliegue óptico sobresaliente. En este sentido, la nueva Candyman no decepciona y además pocas veces evidencia el uso de efectos por computadora, algo muy escaso en los tiempos que corren y cada una de las muertes en pantalla deja la impresión de ser exclusivamente tangible. La intriga de descubrir cómo se inserta en la saga, si es que lo hace, es otro de sus logros. Hay un punto de vista diegético sobre los eventos de la primera película, definido por los propios personajes como una leyenda urbana que parte del “inconciente colectivo”, mientras que el film siembra un pacto con el público que sí conoce los hechos, haciéndole saber que los nuevos residentes de Cabrini-Green son simples víctimas de una memoria selectiva deliberada. Esto se plantea también desde la forma del film, con su secuencia de créditos iniciales manifestada como la perversión del plano cenital con el que abría el film de Bernard Rose. Buena sangre, buenas muertes, buenas actuaciones. Aun así, hay intenciones que pasan a primer plano, de una manera que otras obras del subgénero supieron descartar y a su vez llega un punto en el que esta entrega parecería avocarse a desestimar todas sus raíces. No vamos a especificar cómo redireccionan al concepto del Candyman acá, salvo por un detalle: los asesinatos se dan por una condición racial y no necesariamente por la invocación al personaje, nombrándolo cinco veces y mirando a un reflejo. Es decir, sí pasa, pero también depende del color de la piel de quién lo haga, con la sola excepción de un flashback mediante el cual nos expresan lo contrario. No es menor que el título no presente ninguna variación con respecto al de 1992. Ni tampoco que su primera escena sea una alusión a un dispositivo histórico vinculado al cine como la linterna mágica, como una invitación a empezar de cero. El problema está en que este elemento se repite durante los créditos finales, repitiendo visualmente todo lo que vimos durante la hora y media del relato, poniéndose a la altura y opacando los nombres de las personas que colaboraron en lo técnico, como también abriéndole todo el espacio posible a las palabras del final, las que terminan de consolidar a Candyman 2021 como una “denuncia” al margen de sus ambiciones poéticas. Esta es una película que no dejará conforme a la mentalidad de nadie apenas termine. Es muy difícil formar un pensamiento que esté a la altura de las circunstancias, pasados unos minutos después de terminar de verla. El estilo técnico en su totalidad invita al repaso, definitivamente. Como cualquier obra de la factoría Peele, es hermosa ver. Nadie en su sano juicio dirá que está bien que se den en la actualidad todos los valores a los que se opone un movimiento como Black Lives Matter, pero, cuando a la hora de querer hacer cine, se pasan por alto todos los aportes de obras semejantes en beneficio exclusivo del mensaje “está mal que nos maten”, se le cede el paso a un des aprendizaje problemático y es lamentable que sea intencionado. Esta película busca justificar sus decisiones atajándose con los conflictos de su protagonista y las justificaciones del mismo cuando su obra es cuestionada. Sus intenciones no son para nada discretas y cuando en el cine pasa eso, difícilmente estamos hablando de cine. Incluso hay situaciones que fueron aplicadas en las secuelas anteriores de manera simplona, como el de los congregados de la tercera parte. En esta cuarta parecería que buscan responderle a gestos del pasado como aquél, pero en su distanciamiento, y a causa de su costado moral es paradójico que no se abstenga de manifestarse como una nueva congregación, a pesar de las ironías de la última escena.
VIVIR Y DEJAR MORIR EN MIAMI Cuenta Lisa Joy en casi todas las notas relacionadas con su opera prima -la cual nació del primer guion que redactó- que siempre pensó a Hugh Jackman en el rol de Nick Bannister, el investigador privado y principal protagonista de Reminiscencia. Lógicamente, pudieron contactar al estelar australiano gracias al contacto de Jonathan Nolan (productor asociado y también esposo de Joy), quien ya había trabajado previamente con él mientras, junto con su hermano, pulían el libreto para esa adaptación cinematográfica eventualmente titulada El gran truco. Si bien el gran papel femenino terminó en manos de Rebecca Ferguson, la directora no se privó de brindarle un protagónico muy particular a su amiga Thandiwe Newton, la responsable de dar vida a la que tal vez sea la mujer en acción más laureada de la serie Westworld, a cargo, precisamente, del matrimonio Joy-Nolan y de la cual la realizadora en cuestión ha podido dirigir uno de los episodios en su segundo año. La película se postula como un thriller, con pinceladas de noir e insertado en la ciencia ficción, manifestada en una Miami distópica y una Nueva Orleans (un tanto bondiana al estilo de Roger Moore) como su mundo alterno. En el apartado técnico habrá muchas comparaciones inevitables, quizás la más hermanada sea la Minority Report de Steven Spielberg, pero con tres notables diferencias: acá el protagonista debe emplear un dispositivo tecnológico para investigar recuerdos, no premoniciones; estos recuerdos se proyectan en hologramas, en vez de pantallas cristalizadas; y por último, lo más destacable en este aspecto, en el set de rodaje esos hologramas son reales, no efectos visuales. En cuanto al lenguaje técnico propio de la realización cinematográfica, los primeros minutos de Reminiscencia inician con un plano secuencia sostenido por un breve paneo vertical y un travelling in permanente. Una declaración de principios mediante la cual Lisa Joy se distancia de los encuadres y la progresión de planos empleadas por Christopher Nolan, particularmente desde que empezó a usar constantes cámaras en mano, y experimentó sus primeros acercamientos silenciosos con las cámaras IMAX, en la ya mencionada y única película suya protagonizada por Jackman. Con esto no decimos que por el proceder técnico de su cuñado seamos testigos de una laguna de incoherencias gramáticas visuales -como muchas veces se le ha cuestionado-, pero sí que la manera de Joy es impensada para el Nolan al que estamos acostumbrados y esto no se agota en la primera escena de este estreno. Sin embargo, hay reminiscencias (y, sí) de temas y diálogos entre esta y la obra total de los hermanos Nolan. Palabras literales de Interstellar, oraciones simétricas a una que no mencionaremos de Inception. A los públicos de los Nolan no les pasaran desapercibidas, a sus detractores tampoco. Ellos siempre emplearon la mitología griega y cristiana en sus películas, Joy eso lo retoma en la suya desde la forma. Es muy bella la manera en la que pone en escena la función de Bannister en su trabajo: sus pacientes reviven sus recuerdos a la perfección (algo que Cobb prohibía en Inception), recostados en vainas que representan botes, desplazados horizontalmente, mientras que él simboliza sus remos, esa verticalidad con la que se marcan sus límites. Aquello, al igual que los recursos técnicos visuales que destacamos, no se reduce en la escena de presentación de los personajes y su entorno anti-futurista, sino que aparece constantemente en la continuidad que acompaña al protagonista y su pesquisa enredada en otras que inicialmente le son ajenas, como es propio en el noir. Abundan en esta película, además, las famosas “verborreas nolanianas”. Mayormente se las descarta sin pensarlas, supuestamente por ser obvias y resaltar acciones a las que les vendría mejor un poco más de discreción. Retomemos a los Nolan. Una película como Interstellar es muy expresiva con la información científica o la analogía del amor como puente entre las dimensiones del espacio-tiempo y el ser, pero también es muy reservada a la hora de representar las alusiones bíblicas a Lázaro de Betania que pone sobre la mesa. Sí, son mencionadas y adjudicadas al Dr. Mann, un incomprendido absoluto sobre el tema. Ahora, cuando a Cooper se le llenan de amoníaco los pulmones, y a partir de ahí cada una de sus acciones se asemejan a una suerte de resurrección paulatina de todas sus esencias, nadie en la película se refiere a él como si fuera el auténtico Lázaro del relato. Siguiendo estos parámetros del amor, las esencias y el pontificar, Reminiscencia da un paso más hacia esa dirección con su referente mitológico. Lamentablemente, tenemos que admitir que en un primer visionado esta aspiración representativa es muy directa, resaltada verbalmente y nos cuesta no entenderla de manera unidireccional. Se manifiesta visualmente también, sí, pero así como el Lázaro de Cooper no estaba en el foco letrado, acá todo lo que pasa por imagen es enderezado por la letra. Incluso hay una muy querida película animada de Disney de fines de los 90s que supo ponerlo en escena y a la perfección, por supuesto que no diremos cuál es. De nuestra parte, y reconociéndonos en ese público seguidor de las obras del equipo Nolan, diremos que hay mucho por apreciar en el debut de esta directora. Es posible que con futuros repasos el cariño por esos aspectos crezca. No obstante, es evidente que en este film de Lisa Joy hubo inseguridades a la hora de aplicar los dispositivos poéticos de su esposo y su cuñado. Quizás lo mejor sea apegarse un poco más a los recursos con los que se distinguió del director de Memento, como también a las obras del Hollywood clásico ya que es el cine más emblemático ligado a los temas que ella acaba de expresar como potenciales obsesiones, las mismas con las que viene lidiando desde sus labores televisivas.