¿Qué nos preparó el nuevo, pero viejo, amigo Indiana Jones en la quinta y presumiblemente última película con Harrison Ford interpretando al arqueólogo de sonrisa torcida, sombrero y látigo siempre a mano? Indiana Jones y el dial del destino es tan entretenida como por momentos ridícula, y los puristas que disfrutamos Los cazadores del arca perdida en un cine hace casi 42 años, volvemos a divertirnos.
Ya no está Steven Spielberg detrás de las cámaras (junto a George Lucas, creadores de Indy, sí figuran como productores ejecutivos). Por un lado, mejor, porque la cuarta de Indy (El reino de la calavera de cristal, 2008) no había estado a la altura de las anteriores. Ahora es James Mangold (Logan, ¿la mejor de las películas de los X-Men?) quien le pone brío, pero lo que no logra es un filme personal, como los tres primeros que tenían la firma, la marca de Spielberg.
Los cazadores del arca perdida marcó un antes y un después en el cine de aventuras, creando esas “set pieces” o escenas de alto impacto que uno podría “cortar” y ver independientemente, pero que se unían una tras otra en perfecta conjunción. Los guionistas de Hollywood vienen copiando el estilo desde hace cuatro décadas. Si es hora de una renovación, Indiana Jones y el dial del destino no se propone hacerlo.
En el prólogo Indiana es joven -hablamos de 1944, se viene la caída del Tercer Reich- y parece más un muñeco de cera con efectos CGI, al estilo De Niro y Pacino en El irlandés, de Martin Scorsese-, y está tras la Lanza de Longino, el cuchillo usado para extraer la sangre de Cristo.
Pero, oh, sorpresa, es falso, y en el tren donde los nazis llevan centenares de tesoros robados está la mitad de la Anticitera, el engranaje creado por el matemático griego Arquímedes en el siglo III antes de Cristo.
El que lo obtenga, se dice más adelante, será más poderoso que un rey, un emperador o el mismísimo Führer: será un dios, ya que el aparatejo permite a quien lo posea controlar las fuerzas del espacio y el tiempo.
Un villano nazi
Allí, en 1944, Indy pelea con un nazi, Jürgen Voller (Mads Mikkelsen). El prólogo dura 22 minutos, y falta aún más de dos horas de persecuciones, explosiones, muertes y menos humor que el de otras aventuras de Indiana.
Luego nos encontramos en el “presente”: es 1969, en Nueva York, y lo despierta en su departamento Magical Mistery Tour, de los Beatles. Mira la demanda de divorcio que le pide Marion, le pone whisky a su café y se marcha.
Indiana se ha jubilado (¡!), pero da clases en el Hunter College. Allí llega a visitarlo Helena (Phoebe Waller-Bridge, de Fleabag), que en otras películas anteriores hubiera sido el interés romántico de Indy, y no su ahijada. Hace 18 años que no la veía: Helena -hija del profesor Basil Shaw (Toby Jones), que lo acompañaba en la aventura en 1944-, le dice que también es arqueóloga y quiere acompañarlo a buscar la otra mitad del artefacto de Arquímedes.
Por supuesto que Voller no murió, sino que es el científico que ahora con el apellido Schmidt la NASA contrató para llevar al hombre a la luna. En medio del desfile en Nueva York, pasará de todo. Y así como en 1944 hubo persecuciones en moto con sidecar (¿les suena de El templo de la perdición?), ahora las habrá a caballo en Manhattan.
Y habrá muchas más a lo largo del filme, que va de Tánger a Italia, y tiene reservadas sorpresas que emparentan, para mal o para bien, a Indiana Jones con los superhéroes de Marvel. No por superpoderes.
Guiños para los fans hay a montones, sobre todo a Los cazadores del arca perdida, desde aquellos animales a los que Indy teme hasta esos besos para dar donde a uno no le duele.
En fin, después de casi 42 años Indiana Jones sigue vivito y coleando, y golpeando y disparando. Podrá tener muchos más años (Ford ya tiene 80), pero si lo que aprendimos es que lo que importa es el kilometraje, bueno, Indiana no va a dejar colgado el sombrero jamás.