¿Cuál es el sentido de una nueva entrega de Indiana Jones a más de cuarenta años de su estreno? Los intentos de respuesta pueden ser sencillos. En primer lugar, el atractivo que en este tiempo tienen las sagas para el mainstream, en tanto son la perfecta amalgama entre un universo ya digerido y el goce de la nostalgia. Pero siempre hay algo más, quizás la convicción de que aquel cine nacido en los tempranos 80 tenía un aire genuino, un ímpetu de renacimiento para una industria aguijoneada por los cines europeos modernos, una originalidad propia de lo analógico que hoy es difícil de producir pero fácil de reinventar. En esa línea, Steven Spielberg –artífice de toda esta historia junto a George Lucas- deja su lugar a James Mangold, aplicado alumno de aquella generación que dio nuevos aires al cine de aventuras y nueva hegemonía a Hollywood.
Ahora bien, reverdecer la saga también implica rejuvenecer a su héroe, un Harrison Ford a quien conocimos en la piel del joven Indiana Jones en Los cazadores del arca perdida (1981), explorando las maquinaciones del nazismo en el mundo de entreguerras. Aquel era el año 1936, y ahora en 1944 los nazis siguen siendo los villanos, en este caso tras la pista de una misteriosa daga con la que Hitler espera detener su caída. El Harrison Ford que asoma al comienzo de Indiana Jones y el dial del destino, en esos días de rapiña desesperada, es una versión rejuvenecida digitalmente, diseñada con capturas del rostro del actor en sus años mozos, que nunca reniega de su condición de artificio. Puede ser una prueba de fuego para los ya maduros fans de los 80 –que deberán ensayar cierto reajuste en la mirada- y una constatación para los jóvenes espectadores que ya saben que el cine de hoy le debe más a la técnica que a la magia.
El preámbulo de la película es un honesto punto de partida: una escena a pura adrenalina en un tren que es escenario del escape de la dirigencia nazi con un suculento botín de objetos de arte, de la amistad entre el doctor Jones y su colega de Oxford, Basil Shaw (Tobi Jones), y de la presentación de la Anticitera de Arquímedes, el McGuffin de turno, una creación del matemático griego que parece ser la piedra angular para posibles viajes temporales. Con las coordenadas establecidas, Mangold nos traslada a la Nueva York de 1969, en plena euforia por el alunizaje, cuando los nazis ya camuflados como activos de la carrera espacial para los Estados Unidos deciden reavivar su agenda conquistadora del pasado. Por entonces, el profesor Henry Jones -próximo a su retiro académico del Hunter College, propenso a la bebida y amargado por su inminente divorcio- recibe la visita de su ahijada Helena Shaw (Phoebe Waller-Bridge), quien tras la pesquisa de la Anticitera desata un vendaval de intrigas y ambiciones para hacerse con el legado triunfal de Arquímedes.
Lo que sigue puede parecer previsible pero ello no lo hace menos entretenido. Y el mayor mérito de Indiana Jones y el dial del destino consiste en despojarse del coqueteo sci-fi de la última entrega, Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (2008), para hundir nuevamente sus raíces en la Antigüedad. El universo de Arquímedes y el sitio de Siracusa, hitos que tiñen el relato con más mitología que rigor histórico, le permiten a Mangold recrear el espíritu de la primera trilogía, quizás con menos oscuridad que en Indiana Jones y el templo de la perdición (1984), pero con clara conciencia de lo que se necesita para un espectáculo contemporáneo: persecuciones rocambolescas, un villano de gran talla (muy buen aporte de Mads Mikkelsen), despliegue geográfico y la idea tan difundida de que el destino del mundo está en pocas manos. Tiempos de narcisismo y tecnología que se cristalizan en un derrotero vertiginoso y divertido, en el que nuestros personajes no admiten la periferia de la Historia.
Una de las más originales incorporaciones de esta entrega es la de Phoebe Waller-Bridge, actriz y guionista que sacudió a la comedia británica en la pasada década y que ahora parece destinada a desempolvar a las viejas franquicias de los rastros de sexismo. No es la chica rubia y linda que grita ante un sobresalto, sino una mujer adulta e independiente, ambiciosa y algo cínica, que esquiva en su periplo toda condición de accesorio. Una especie de Katharine Hepburn inglesa, eso sí, con pocos aires de Connecticut y evidentes anticipos del feminismo de los 70, quizás demasiado tentada por el individualismo del nuevo milenio. Aun así, logra impulsar la película hacia adelante, su dinámica con Ford es orgánica para la historia y nunca deja de ser un activo para el rumbo de la acción.
Si en una película como Logan, Mangold había demostrado su oficio para moverse dentro de los límites y exigencias del cine de superhéroes, aquí se pone al servicio de una franquicia modelada en los 80, hoy venerados sin demasiados reparos. Una ventana al pasado, a una era analógica que necesita de lo digital para concretar la nostalgia. Una alquimia efectiva, sin hallazgos ni estridencias, pero muy, muy disfrutable.